“No pasará mucho tiempo sin que se reconozca que las ideas y las instituciones que han convertido el mero accidente del sexo en la base de una desigualdad de derechos legales, y en una forzosa disparidad de funciones sociales, son el mayor obstáculo al mejoramiento moral, social, e incluso intelectual” (John Stuart Mill, Principios de economía política, México, FCE, 1985, p. 650).

El próximo 14 de noviembre, al medio día, la FEUNAM, la Secretaría General de la UNAM, el Instituto de Investigaciones Económicas, y la Asociación de Egresados de la Facultad de Economía, rendirán un merecido homenaje a la Maestra Ifigenia Martínez Hernández, en reconocimiento a una brillante trayectoria académica, política y profesional.

Ingresé a la entonces Escuela Nacional de Economía (ENE) en el mes de febrero de 1967, después de formar parte de la primera generación que cursó el bachillerato de tres años (y de primer mundo) en la Preparatoria No. 1, Gabino Barreda, en el hermoso Palacio de San Ildefonso. Al comienzo de mi licenciatura, la ENE estrenaba directora que resultó designada en un proceso polémico y que colocó a la primera mujer en ese digno cargo.

Previamente, se desempeñó como integrante del grupo de apoyo a Nicolás Kaldor en el diseño de una reforma fiscal que el licenciado Antonio Ortiz Mena, duradero Secretario de Hacienda y constructor el añorado periodo de Desarrollo Estabilizador (1958-1970, cuando la economía de México creció más que la estadunidense y con menor inflación), acabaría encajonando y, así, creyendo que no se publicaría; es el caso que, como condiciones para acceder a los fondos de la Alianza para el Progreso del presidente John F. Kennedy, los países aspirantes debía contar con dos reformas, la agraria y la fiscal y que, 1961, México solo había realizado la primera.

El propósito político del gobierno de los Estados Unidos consistió en evitar el contagio latinoamericano, de la Revolución cubana, con el apoyo abierto del gobierno mexicano. La propuesta de Kaldor y de su grupo de apoyo resultó, para el gusto de Ortiz Mena, demasiado progresiva por lo que los empresarios mexicanos podrían sospechar de una tendencia socialista en el gobierno del licenciado Gustavo Díaz Ordaz (LEYÓ USTED BIEN, ¡SOCIALISTA!).

Debo confesar que durante ese 1967, la lectura del Tratado de Teoría Económica, del maestro Francisco Zamora provocó la aparición reiterada de la pregunta filosófica: ¿qué hago aquí? Leer ese texto equivalía a masticar un ladrillo sin saliva. Con todo, el folletín que se nos entregó al llegar a la escuela, firmado por la maestra Martínez, en el que describía la estructura programática del plan de estudios, se enlistaba una impresionante cantidad y calidad docente y, lo mejor, se anunciaba la reforma profunda de plan y programas, apaciguó mi ansiedad.

1968, desde el comienzo, significó una venturosa transformación: el notable curso de la Historia de las Doctrinas Económicas, con el Maestro Jesús Silva Herzog, el último que impartió en su prolija carrera, dejó un huella imborrable en mi formación; la refrescante y muy heterodoxa docencia, en el curso de Teoría Económica y Social del Marxismo, que nos impartió Roberto Castañeda, además de introducirnos en los misterios de la plusvalía, justificó con largueza el apodo del que, supongo, disfrutaba. El acercamiento al brillante estudiante Noé Beltrán, el admirable Negro y los apóstoles que, con él, formaban el grupo Juan F. Noyola,

representó -y aún representa- un soplo de aire fresco en mi vida, por la interacción intelectual con conocedores profundos de literatura, de música, de cine y… de economía. Es una relación que aún mantengo con muchos de ellos y que atesoro profundamente.

Aún faltaba el acontecimiento más determinante, el movimiento estudiantil del 68, mucho, muchísimo más que su trágico final, el 2 de octubre en Tlatelolco. Durante el mes de septiembre, y en cumplimiento anunciado durante su informe (también en respuesta a la imponente manifestación silenciosa), el presidente ordenó la ocupación de las instalaciones universitarias y polítécnicas. El 18, en la invasión a C. U., nuestra directora se ganó mi admiración: Llegó a advertirnos de la ocupación, intentó salvar a algunos, chocó con un tanque del ejército y, aunque efímera, se convirtió un presa política de nuestro movimiento, con entereza y dignidad ejemplares.

Algunos, pocos, años después, tuve el honor de contarla entre los colaboradores de la revista Planeación y Desarrollo , que fundé y dirigí hasta 1974; cuando, por diferencias con los patrocinadores, abandoné esa publicación, me acompañó con casi todos los colaboradores. Haberla conocido y hablar con ella, lo cuento como uno de los mayores privilegios que he vivido.

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