“Enfriar la economía” es la extraña consigna del Sistema de la Reserva Federal (FED) estadounidense, cuando no está a la vista la recuperación que nos coloque en la situación prepándemica a escala global; la reducción del desempleo aparece, en este propósito, como responsable de una espiral inflacionaria que no tiene ese origen. Como recientemente lo ha precisado Joseph Stiglitz, los salarios no impulsan a la inflación, más bien llevan años amortiguándola.
Invocar a la recesión, en la que técnicamente ya está esa economía, para enfrentar una inflación de origen estructural, colocada del lado de la oferta, es una nueva ofrenda a la irracionalidad humana, que suma dos tragedias: estancamiento con inflación. El problema consiste en que a ese ritual la gran potencia no va sola; con la excepción de los bancos centrales no autónomos, un puñado solamente, el resto se dispone a buscar el camino más seguro al fracaso económico, por la vía de incrementar las tasas de interés.
Para el caso mexicano, resulta evidente el desencuentro entre el objetivo presidencial de promover la elasticidad de las ofertas posibles y de prevenir los siempre presentes abusos de quienes detentan distintos grados de poder de mercado, y los afanes del Banco de México por cumplir con un mandato que, en este caso, navega en el océano de la imposibilidad y terminará, de nueva cuenta, premiando a la especulación que alienta a los capitales golondrinos a servirse de irracionales precios del dinero.
La parálisis económica que provocó la pandemia, la urgencia que debiera promover el fortalecimiento fiscal de los gobiernos en previsión de nuevas adversidades, la densidad de la incertidumbre -no solo económica- reinante y la carencia de previsiones públicas y privadas frente a advertencias tan serias como la que representa el cambio climático van arrojando diversas lecciones de las que, alguna, merece aprehenderse. No queda mucho margen de acción ni tiempo.