“El estudio del dinero es, de todos los campos de la economía, el único en el que se emplea la complejidad para disfrazar o eludir la verdad, no para revelarla” (John K. Galbraith, 1983, El dinero. De dónde vino/ Adónde fue, Orbis, Barcelona).

La retroalimentación cotidiana, de algún modo hay que llamarla, que se realiza entre el presidente de la república y sus adversarios, es un espacio en el que el primero define la agenda política y los segundos la abordan a lo largo del día con humor, con ira o con ambos; lo anterior es cierto para un espectro de temas que van del Aeropuerto Internacional Felipe Ángeles (AIFA) al extraño “humanismo mexicano” y la excepción visible es la relativa al tipo de cambio.

El pronóstico, convertido en deseo de los malquerientes de AMLO, que anunciaba desde el 2018 una macro devaluación de peso en caso del triunfo electoral morenista atrajo la atención presidencial en una proporción solo comparable a la que le prestó Carlos Salinas durante todo su sexenio (la devaluación de 1994 correspondió al de Zedillo).

En la intención presidencial de mostrar la forma en la que sus críticos se debatían en el error, la fortaleza del peso, que no es resultado más que de una sostenida elevación de las tasas de interés en paralelo, pero mucho más arriba (600 puntos base o 6 %), de la del sistema de la reserva federal (FED) y de la consecuente atracción de dólares golondrinos, se ha convertido en un éxito dela política económica en curso, cuando es el resultado de una medida monetaria errática y costosa.

El pretexto es cumplir con el mandato de estabilizar los precios en el mercado interno; la realidad es que la autoridad monetaria se ha convertido en guardiana del tipo de cambio por la vía de premiar a especuladores extranjeros, sin atención a los requerimientos del crecimiento, el consumo y la inversión, que pasan por sus horas bajas gracias a ese encarecimiento del dinero.

En un ambiente de desigualdad extrema, las capas de menor ingreso recurren a un endeudamiento impagable por los abusivos márgenes de intermediación y la mayoría de los establecimientos productivos, pequeños y micro, no pueden tomar deuda porque no pueden pagarla. Las actividades exportadoras también se verán adversamente afectadas por esta peculiar apreciación del peso. Una moneda fuerte es muy buena para comprar en el exterior, pero muy mala para vender.

En los Estados Unidos la inflación no crece porque se ha dotado de elasticidad a una oferta que, por pandemia y confinamiento, la había perdido; no porque la política monetaria fuerte fuera la adecuada. El dilema debe entenderse claramente: fortalecer artificialmente al peso con incrementos de la tasa de interés que solo atraen a especuladores, es pagar un precio muy alto por el fracaso de los adversarios del presidente. Es secar a la economía en medio de una incompleta recuperación de los indicadores previos a la pandemia.

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