“¿Quién es tu profesor de oratoria? El mío, es Vicente Lombardo Toledano ”, me comentó Carlos Salinas de Gortari , el 7 de mayo de 1962, después de haberlo derrotado en el concurso de oratoria de la Secundaria # 3 (Niños Héroes de Chapultepec). “ Jesús Salazar Toledano , el novio de mi hermana Anita, y mi compadre”, le contesté; añadí el comentario relativo a la venturosa ausencia, en el jurado, del General Alfonso Corona del Rosal (“del Clavel”, por gandalla). Me habría silenciado por las buenas o por las otras.
“Un día, te silenciarán”, respuesta amarga, hija de la mala disposición a la derrota y de la mala leche. Caminos distintos; él navegó en el poder, pactó tratados que orientan hasta al presidente actual, sufrió el encarcelamiento y la muerte de dos hermanos y de un cuñado, y sonríe con el cinismo que (cuando no se proviene del pueblo llano, como la Robles) proporciona la impunidad. Yo, cobrando y trabajando más que el presidente, laboro en la Universidad Autónoma Metropolitana, con más dignidad que la mayor parte de la burocracia que nomás cobra, en la misma institución.
En la gelatinosa relación a distancia que impone la pandemia, un ser insignificante, ignorante y tonto (no hay sinónimos), ganador de la desgracia que –en el sindicato universitario- premia a la estupidez y al rencor social, me ha cumplido la amenaza. Dorantes –en el sentido opuesto a la higiene de los sobacos-, es el apellido del censor que me impidió hacer uso de la palabra. Parece “dirigente” sindical perpetuado por las desgracias hermanas que lo nombraron y mantienen, y –con lo que ello signifique- se ha ganado mi antipatía.
En sus manos, y en las de un pequeño burócrata que padece la misma privación de talento, descansa el futuro inmediato de la Universidad Autónoma Metropolitana. No es función plausible de los universitarios convertirse en espectadores de su propia desgracia. Ni los Hunos ni los Hunos.