“… ya casi no se imagina ninguna especie de alegría que no esté acompañada por la idea del dinero como su causa” (Baruch Spinoza, Ética, IV, apéndice, capítulo XXVIII, citado en Frédéric Lordon, 2015, Capitalismo, deseo y servidumbre. Marx y Spinoza; p. 49).
Los afectos, tristes o alegres, que describe Spinoza se mueven, o se movían, en espacios menos prosaicos que los de la vida material: “Y de entre todos los afectos hay uno más poderoso que los demás, dotado de un poder libertador del que carecen los otros. Ese afecto es el conocimiento”; ¿aún lo es? Vencer al amor al dinero, el peor problema moral de la sociedad burguesa –según la calificada opinión de John Maynard Keynes-, no es un asunto sencillo y lo es menos en momentos en los que se transita de una economía capitalista a una sociedad capitalista.
La identidad entre vida profesional y vida a secas, es una alarmante analogía de la otra identidad marxiana, entre tiempo de producción y tiempo de trabajo. La brutal imposición que nos recuerda que no trabajamos para vivir sino al revés, para alcanzar el afecto alegre de un consumo muy superior al basal.
Desde el utilitarismo benthamita, en el que dolor del trabajo se compensa con el hedonista placer del consumo, el retorno de nuestra especie a la miserable recolección de bienes (y servicios) de consumo pone en tensión cualquier idea de progreso. Con la disrupción tecnológica –y como nos lo recuerda Yuval Noah Harari,- “Comenzamos recolectando plantas y frutos y terminaremos recolectando datos”.
Esta condición, intensificada por el temor a la irrelevancia del trabajo humano y por el individualismo competitivo que, cada vez más claramente, llevamos hasta el tuétano, hace muy complicada y difícil una imagen del futuro y no solo por la densidad de la incertidumbre; la anemia de la imaginación también hace su trabajo. En fin, y como diría Novo, es un asunto en el que seguimos jodidos.
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