“Si marcáramos una franja de tres mil doscientos kilómetros de ancho en torno a la tierra a la altura del ecuador, no se vería en su interior ningún país desarrollado… El nivel de vida es bajo y la duración de la vida humana, corta” (John K. Galbraith, 1951, Conditions for Economic Change in Underdeveloped Countries, Journal of Farm Economics, No. 33, noviembre: p. 693).
Desde que se embarcó en el Beagle, el 27 de diciembre de 1831, Charles Darwin puso al descubierto peculiaridades diversas que, en el tema de la selección, y particularmente la natural, el litoral ecuatoriano ofrecía notables ejemplos de fauna y flora en las que las variaciones favorables tendían a ser conservadas y las desfavorables, destruidas, como parte de una lucha cotidiana, en cuya comprensión se preparó por medio de la insospechada lectura del Ensayo sobre el principio de la población, de Thomas Malthus (Charles Darwin, 2010, El origen de las especies, Editorial Época, México, p. 96).
Tanto la condena geográfica de Galbraith, cuanto la enorme capacidad de asombro ante las propias observaciones de Darwin, desde hace largo tiempo convierten al Ecuador en un espacio singular, a los efectos de su biodiversidad y atraso y a los efectos, también, de su política económico social y, muy recientemente, internacional.
La profunda huella colonial y esclavista, la especialización en ser pobre por la vía de producir y exportar bananas, el oro verde según le bautizó la oligarquía gobernante y la arraigada diferenciación social que se hace más notable en una mala convivencia de las tres raíces antropológicas latinoamericanas: blanca, africana e indígena, son -todos- factores que han arrojado un abultado cuerpo de paradojas al Ecuador.
En el recuento de desgracias, la inestabilidad política, la existencia de un Banco Central que no emite moneda por la dolarización a la panameña reinante (aunque sus numerosísimos emigrantes se dirigen principalmente a España y envían un respetable volumen de remesas en euros), la inquietante presencia de parte significativa del crimen organizado mexicano y una vecindad que ha convertido al Perú en amenaza territorial cumplida, completan el drama local al que solo le faltaba un conflicto internacional.
Sucede que, probablemente por el voto de silencio que la ley impone al presidente mexicano durante las campañas electorales, ahora en curso para sustituirle, el tema de la política interna del Ecuador atrajo al Licenciado López Obrador para elaborar ciertas especulaciones sobre el efecto producido por el asesinato de un candidato a la presidencia ecuatoriana, Fernando Villavicencio, cuyas posibilidades eran bastante escasas; no obstante lo cual, su muerte modificó el cuadro político alterando, para mal, las posibilidades de quien encabezaba las preferencias y beneficiando, así, al actual presidente Daniel Noboa, nacido, por cierto, en Miami.
El asesino del aspirante, un sicario mexicano prófugo y el asilo proporcionado al ex vicepresidente Jorge Glas por la embajada mexicana en Quito, cuando pesan sobre él acusaciones diversas, se alinearon con los análisis de AMLO para producir una enorme anomalía, consistente en la toma de la sede diplomática mexicana en aquel país, por parte de las fuerzas policiacas del Ecuador; con el resultado infortunado de la sustracción del asilado, agresiones diversas al personal diplomático paisano y la falta suprema de la invasión a lo que, en términos de las leyes internacionales, es una extensión de nuestro propio territorio. Algo debe tener de cierto, por lo menos allá y acá, que la mejor política exterior es una aspiración aún desconocida.
Ni las iguanas nadadoras de las Islas Galápagos ni un ex presidente llamado Lenin y asombrosamente reaccionario, ni la redundancia monetaria o de los dólares, de los euros o del Banco Central; nada supera el asombro que produce El Ecuador y sus actuales políticos. La condición de república bananera, en el fondo, parece tener sus exóticos encantos.