En memoria de Amalia Muñoz Rocha y en solidaridad con Carlos Rozo Bernal y con sus hijos.

“Incrementar la tasa de interés para frenar la inflación va a matar a la economía” (Joseph Stiglitz, CEPAL, 24/X/2022).

La heterodoxia cuestionadora de la sabiduría económica convencional, como la denominó John K. Galbraith, ha ido sumando adeptos y, especialmente, evidencias de la redundancia de la teoría neoclásica a la hora de enfrentar la normalidad crítica del capitalismo y, podríamos agregar, a la hora de formar economistas para superar esa realidad.

Desde Martín de Azpilcueta hasta Milton Friedman, pasando por el Príncipe de la causalidad y el determinismo, David Hume, la relación proporcional entre la oferta monetaria y el nivel de precios ha adquirido el papel de explicación única de la inflación, pasando por encima del propio enunciado de la Teoría Cuantitativa de la Moneda (TQM), que es el siguiente:

“Mientras haya desocupación, la ocupación cambiará proporcionalmente a la cantidad de dinero; y cuando se llegue a la ocupación plena, los precios variarán en la misma proporción que la cantidad de dinero” (Keynes, John Maynard (1958), Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero, FCE, México, p. 284). Las complicaciones que enfrenta esta “teoría” son, o debieran ser, evidentes, pero vale la pena enfatizar dos: no todo el incremento de la oferta monetaria produce un efecto proporcional en la demanda efectiva, mucho menos en un ambiente especulativo como el que ha producido la financiarización; y la conformación de la oferta final opera mediante eslabonamientos hacia atrás que pueden encontrar (como hoy sucede) embotellamientos y las consecuentes rigideces en la oferta intermedia, que provocarán una elevación estructural, no monetaria, del nivel de precios.

Si recordamos que la teoría neoclásica coloca un supuesto donde debiera poner una explicación, tenemos el más audaz de esos supuestos, el del pleno empleo, en el tratamiento de la TQM. Así, la teoría convencional supone que el sistema económico opera en condiciones de pleno empleo para establecer, con Friedman, que la inflación es, siempre y en cualquier momento, un fenómeno monetario.

Desde esta retorcida concepción de la inflación, el único remedio posible es el encarecimiento del dinero, la elevación de la tasa de interés, que paraliza al consumo y a la inversión, especialmente en momentos en los que la remuneración al trabajo es insuficiente y los instrumentos más caros de financiamiento del consumo, las tarjetas de crédito, se tienen que usar sin la prudencia que Adam Smith colocó en el centro de la Falacia de Composición.

Podemos contemplar a la situación en curso como una muy accidentada transición cargada de incertidumbre, con el crepúsculo visible de la más celebrada criatura del neoliberalismo, la globalización economicista; con la evidencia del proteccionismo en la economía de los Estados Unidos, el principal animador de la misma globalización; con la profunda indiferencia colectiva ante las advertencias de la naturaleza brutalmente deteriorada; con una profundización absurda de las desigualdades y, en las escuelas de economía (en proceso de metamorfosis a escuelas de negocios), con una ciencia basura inaplicable a este rosario de desgracias. Algo, mucho, debe cambiar.

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