“… los imperios de la Antigüedad y las sociedades industrializadoras experimentaron resultados muy similares en relación con la desigualdad de ingresos y riquezas” (Walter Scheidel, 2018, El gran nivelador. Violencia e historia de la desigualdad desde la edad de piedra hasta el siglo XXI, Crítica, Barcelona, p. 83.

En el análisis de una bifurcación histórica entre la democracia social, establecida al término de la Segunda Guerra Mundial (con la búsqueda del pleno empleo, el Estado de Bienestar, la economía mixta y planificada y la participación de los trabajadores a través de sindicatos y partidos socialdemócratas) y una versión minimalista de la democracia (antecedente del mercado político, con elecciones periódicas, prensa libre, competencia partidista y apatía política de las mayorías), Nadia Urbinati ubica al Informe sobre la gobernabilidad de democracias para la Comisión Trilateral, titulado La crisis de la democracia, 1975, elaborado por Michael Crozier, Samuel Huntington y Joji Watanuki, como un significativo punto de inflexión.

El documento estaba sobrecargado de pesimismo sobre el futuro de la democracia, tanto por desafíos contextuales, con la entonces novedosa desgracia de la estanflación, como de desafíos intrínsecos, entre los que estos muy conservadores autores enlistan a “los grupos intelectuales, los estudiantes y a la clase trabajadora”. Los años de la época dorada del capitalismo significaron una ampliación tan significativa de la clase media que sus nuevos ocupantes querían más y luchaban por ello mediante movilizaciones que obligaban al Estado a hacer y, especialmente, financiar deficitariamente grandes concesiones a estos demandantes.

El libro de la Urbinati (pocos contra muchos, 2023, Ediciones Katz, España), analiza la forma en la que la democracia social ha sido colocada en el banquillo de los acusados, para convertir a los partidos políticos en competidores electorales periódicos, sin ningún vínculo con las condiciones materiales y sociales de sus electores, en ejercicio de ese minimalismo democrático que tan poco plausible le resulta a Doña Nadia y que caracteriza a la mayor parte, no solo de la extinta trilateral (compuesta por Norteamérica, Europa y Japón), sino del planeta.

Resulta curioso que, entre los desafíos contextuales, los autores no incorporen la aniquilación, promovida por el gobierno de los Estados Unidos, de un gobierno democráticamente electo en Chile en 1973, con la solución a la vieja pregunta entre los más destacados promotores del neoliberalismo, Hayek y Friedman (¿la libertad conduce a la prosperidad o es al revés?). El segundo, asesor tardío del golpista Augusto Pinochet, consideró adecuado, en ese país, el triunfo del mercado sobre la democracia y la libertad.

Más curioso resulta que, en el recuento de desafíos intrínsecos, este trío de reaccionarios no considerara al subnormal de Richard Nixon, perpetrador del espionaje que lo sacó de la presidencia, y liquidador de los compromisos adoptados por su país en Bretton Woods, originando la doble crisis mundial de tipos de cambio y, como primera derivada, de tasas de interés.

En esa década maldita, Kissinger obtuvo ¡El Premio Nobel de la Paz! (1973), Hayek (1974) y Friedman (1976), los de economía. Por su parte, Huntington profundizó, hasta su lamentable obra póstuma antimexicana (2004, ¿Quiénes somos? Los desafíos a la identidad nacional estadounidense, Paidós, Estado y Sociedad, México), un conservadurismo clasista y racista pesimamente disimulado. Con los otros dos (el francés y el japonés), y en sintonía con J. Schumpeter, nos heredó esa democracia minimalista que sí sirve, pero para muy poco.

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