Estados Unidos había metido en la cárcel o había dejado en libertad provisional o en libertad condicional a más de siete millones de personas, 1 de cada 31 estadounidenses. Alemania encarcelaba a 93 de cada 100 000 habitantes; Estados Unidos, a 750 de cada 100 000. Las penitenciarías estadounidenses tenían más convictos en términos proporcionales que las de Rusia, China, Egipto, Irán o Corea del Norte. Además, la población carcelaria estadounidense estaba compuesta por una cantidad desproporcionada de negros y latinos. En varias ciudades del país hasta el 80 por ciento de los hombres afroamericanos jóvenes tenían antecedentes policiales” (Michelle Alexander, 2020, El color de la justicia: la nueva segregación racial en Estados Unidos, Capitán Swing, Madrid).

De cara a su propia condición, la de convicto, el aspirante republicano a la presidencia de los Estados Unidos haría bien en moderar su preferencia por los adjetivos racistas en contra de los migrantes y mostrar un rostro más amable para las engrosadas filas de presos en su propio país, ya que, más que representar a los blancos sumidos en la desesperación, el desempleo, la ignorancia, el alcoholismo, la drogadicción y ubicados en la antesala del suicidio, es un fiel representante de quienes tienen antecedentes penales y que, para la desgracia del señor Trump, en muchos estados carecen de derechos políticos.

Con una impartición de la “justicia” racista y discriminatoria, cuesta trabajo explicar cómo la convicción de la excepcionalidad estadounidense llevó al presidente W. Wilson a pasarse seis meses en Versalles para imponer sanciones a Alemania que acabaron paralizando a la economía europea e incubaron el huevo de la serpiente nacional socialista; el célebre discurso de los 14 puntos fue un intento fallido de imponer al mundo la institucionalidad de su país y más tardó en regresar que el tiempo que llevó a su senado a rechazar, primero, la idea de la Sociedad de Naciones y, después, a mandar al basurero de la historia todo el Tratado de Versalles.

Con las taras judiciales descritas por Michelle Alexander, cabe preguntarnos, ¿cómo se atreven los funcionarios, los periodistas y los pintorescos diplomáticos de los Estados Unidos a proporcionar consejos que nadie les ha solicitado, en materia de reformas judiciales, y a poner en marcha un ataque especulativo en contra del peso mexicano?

Los mercados, esos semi dioses del rentismo económico reinante, en la mayoría de las ocasiones suelen ser crueles, pero no son tontos. El diferencial de tasas de interés, con el que Banxico premia a los especuladores (“inversionistas”, en la prensa especializada), más temprano que tarde les traerá de regreso, para continuar capturando rentas obsequiadas por una autoridad monetaria mexicana que no le rinde cuentas a ningún espacio democrático, y fortalece artificialmente al peso.

Apreciación que, por cierto, le causa más perjuicios que beneficios a la actividad productiva, a los exportadores, a los receptores de remesas, pero que enorgullece a un crepuscular gobierno que, paradojas de la vida, le puso la misma atención al tipo de cambio que su némesis salinista; y, Dios no lo quiera, puede encontrar, también, un final parecido a aquel año terrible de 1994.

La democracia liberal, en demasiados espacios, padece profundas crisis. En los Estados Unidos nació maltrecha. La deformidad que significa el que todos y cada uno de los llamados “Padres Fundadores” fueran esclavistas hizo que el árbol naciera muy torcido y así continúa. Si allá realmente ha existido alguna excepcionalidad, no merece ser exportada ni imitada. En los comicios por venir en nuestro vecino del Norte, gane quien gane, más le vale arreglar su propio sistema judicial, entre muchos grandes arreglos pendientes, que brindar consejos (o amenazas) no solicitados.

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