La muerte, enfermedad o cualquier daño que sufra algún ser querido es de por sí una situación muy dolorosa. Sin embargo, no se compara con la impotencia, frustración y vacío que genera el no conocer el paradero de un ser amado, el no saber si está vivo o muerto, o peor aún, con el sufrimiento de tener que buscar desesperadamente por años, sin encontrar a alguien desaparecido. El dolor, además se agudiza cuando la autoridad responsable de buscarlo, no solo no lo hace, sino que deja la carga en las familias y cercanos de la víctima.
En el contexto de violencia que vivimos en México existe el peligro constante de desaparecer. Según las cifras oficiales del Registro Nacional de Personas Desaparecidas y No localizadas de México, desconocemos el paradero más de 111 mil personas. Esta cifra, aunque incompleta pone de manifiesto, la persistente crisis relacionada con la violencia del crimen organizado en nuestro país y la ausencia del Estado de derecho.
Si bien, en muchos casos de desaparición, no se puede probar la participación directa del Estado mexicano ya que la mayoría de estos delitos estan asociados a grupos criminales no estatales, también el Estado tiene una responsabilidad ante la omisión y la incapacidad de brindar seguridad a los ciudadanos. La violencia y la inseguridad nos ha convertido en un país plagado de víctimas directas e indirectas de desaparición. Es indignante y desgarrador ver movimientos, marchas, familias e historias de rostros distantes, de dolor, de frustración y de pena ante la ausencia de seres queridos y de un Estado que les apoye, acompañe, atienda y brinde justicia.
Hemos normalizado la desaparición en nuestro lenguaje, en los medios de comunicación y en nuestra realidad cotidiana. Hemos perdido el asombro ante este hecho tan lamentable y eso dice mucho de nuestra sociedad. La desaparición no es normal y no debemos resignarnos.
Se buscan a miles de migrantes que han transitado y desaparecido en nuestro territorio. Se buscan a miles de mujeres, adolescentes, jóvenes, niños y niñas que no han aparecido en sus hogares, ni regresado con sus familias. Se buscan a todas y todos los que no están con nosotros y no sabemos qué pasó con ellos.
Hace un año, la Primera Sala de la Suprema Corte de Justicia de la Nación confirmó el amparo (51/2020) a familiares de Edmundo Reyes y Gabriel Cruz, quienes fueron detenidos y desaparecidos de manera forzada por militares y policías locales en la ciudad de Oaxaca en 2007. La Corte subrayó que la desaparición forzada es una de las violaciones más graves a los derechos humanos, que el desconocer el paradero y destino de seres queridos, ocasiona daños equiparables a la tortura al tiempo de vulnerar los derechos de libertad, integridad personal, identidad, vida y reconocimiento de la personalidad jurídica.
La polémica generada en torno a la política y a los datos de desaparecidos en las últimas semanas, es grave. No se vale desaparecer a nuestros desaparecidos porque hacerlo, además de ser indigno, significa minimizar el dolor de quienes viven esta tragedia en carne propia, es olvidar el derecho a buscar y ser buscado. El acceso a la justicia, a la verdad y a la reparación integral del daño para todos aquellos que han sufrido el flagelo de la desaparición, es urgente. Contar con los recursos necesarios para realizar las investigaciones y búsquedas que se requieran, también debe ser prioridad. Falta sensibilizarnos y entender que más allá de los números, se trata de historias de vida y familiares que quedan destinadas al dolor.