Hace un par de días falleció Vincent, “Vin”, Scully , el narrador de los Dodgers del beisbol por casi 70 años. Scully, cuyo tono de voz es inseparable de la pelota de Grandes Ligas, empezó a comentar los juegos de los Dodgers desde sus días de Brooklyn y lo siguió a Los Ángeles, donde los acompañó desde 1958 hasta 2016.
Scully narró casi todo lo que había que narrar. Narró el único juego perfecto –cuando hay 27 outs seguidos sin que un oponente llegue a base– en Serie Mundial. Narró el día en que Henry “Hank” Aaron rompió el récord de jonrones de Babe Ruth. Narró la Fernandomanía, incluido el único juego sin hit ni carrera del Toro Valenzuela.
Pero quizás por lo que más se le recuerde es por el primer juego de la Serie Mundial de 1988. Los Dodgers recibían en casa a los Atléticos de Oakland. La pizarra estaba 4-3 a favor de Oakland en la última entrada, y el pitcher cerrador de los Atléticos, el legendario Dennis Eckersley , quien después ingresó al Salón de la Fama, estaba en el montículo.
Tommy LaSorda, el mánager de los Dodgers, llamó a Kirk Gibson para que bateara de emergente. Horas antes, Scully había dicho en la transmisión que nadie donde sabía dónde se encontraba Gibson, quien llevaba varios días adolorido a causa de una lesión en la serie de campeonato.
Gibson estaba en el estadio, en rehabilitación, tendido en una mesa de masaje. Casi no podía ni moverse, pero tomó las palabras de Scully como una afrenta y levantó el bat. Dijo años más tarde que al escuchar a Scully en televisión, decidió salir al campo para demostrarle que sí podía jugar.
Gibson conectó varias bolas de foul. El dolor no solo era visible; se escuchaba cada que el otrora jardinero conectaba con la pelota. Después de varios batazos sin éxito vino el milagro: un jonrón de dos carreras que dio la voltereta y el triunfo a los Dodgers, que a la postre serían campeones en cinco juegos –y le darían a Valenzuela su segundo anillo, a pesar de no haber estado en el róster de postemporada por lesión.
Si bien la historia de Gibson es buena, no es la parte central de la anécdota. Ésa viene instantes después del cuadrangular.
Al salir la pelota del campo, Scully dijo lo que tenía que decir, celebró lo que tenía que celebrar.
Y después permaneció en silencio durante 65 segundos. No dijo absolutamente nada. Dejó que el sonido de las gradas hablara en su nombre.
Los seguidores de los Dodgers festejaban, un ruido ensordecedor se emitía a los casi 35 millones de aficionados que veían el juego. Scully callado, porque sabía que lo que dijera no haría justicia a lo que se escuchaba.
Entendía perfecto el arte de la pausa. No todo espacio se tiene que llenar.
Narradores como él ya no existen. O quizás queden un puñado en deportes como el beisbol. Pero en otros, en particular el futbol, la filosofía es la opuesta: no puede haber un instante en el que no se escuche ruido. Mientras más decibeles haya en la celebración, mejor debe ser. Las obviedades parecen hasta necesarias: he ahí el infame “si la mete es gol”.
Descanse en paz Vin Scully, un hombre de otro tiempo que cierra una época y confirma nuestra llegada a otra, donde el silencio queda como arte perdido y es reemplazado por el bullicio innecesario.
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