Corría el verano de 1995, y una película que entonces parecía de ciencia ficción se estrenaba en cartelera: “The Net”, “La red”, lidiaba con un futuro inconcebible; uno en el que los humanos vivíamos casi en exclusiva en la red. Angela Bennett, encarnada por Sandra Bullock, era una analista de sistemas cuyas interacciones se realizaban sólo por internet o por teléfono.

Cuando alguien decide robarle la identidad, nadie le cree puesto que nadie la ha conocido en el mundo real. Sólo en línea.

En su momento, un crítico de cine llamó a la película “una pesadilla tecnológica”.

Cuatro años más tarde, las hermanas Wachowski soltaron al mundo una obra –ésta sí explícitamente de ciencia ficción– que hoy en día todavía resuena: la primera parte de la trilogía de “The Matrix”. Si Bennett podía vivir la vida a través de la red, Neo, el personaje principal de la Matrix, vivía adentro de ella: sólo hasta que Morfeo le enseña la verdad –a través de la ahora infame píldora roja–, se da cuenta que su cuerpo está conectado a una simulación tecnológica.

Ambas películas fueron vistas como distorsiones de la realidad cuando aparecieron en pantalla. “La red” porque en 1995 resultaba casi risible que alguien pudiera reducir sus interacciones a una pantalla; “The Matrix” porque, si bien tenía efectos especiales nunca antes vistos, era también una metáfora adelantada a su tiempo: la idea de la conexión perpetua a la red estaba adelantada a su tiempo por casi una década.

No sería hasta la invención del iPhone, en 2007, que la fusión entre individuo y dispositivo finalmente se daría. Desde entonces –y a veces cuesta recordar un tiempo previo–, el humano vive pegado a su pantalla la mayor parte del día. (Si no me lo cree, querido lector, ingrese a la aplicación de Ajustes de su celular y toque la subsección de “Bienestar digital”. Ahí podrá espantarse al saber cuánto tiempo gasta en revisar su celular.)

En 2021, tras más de un año de pandemia, la simbiosis es total. Para efectos prácticos vivimos en la red; mientras más jóvenes más sucede.

Todos los bancos tienen un sistema de pago integrado al celular. Las videollamadas a través de mensajería –incluidas en la mayoría de los planes de datos– hacen que nos podamos ver cuantas veces queramos, así estemos a miles de kilómetros de distancia. Las redes sociales nos comparten –en mayor o menor medida, según el individuo– los pensamientos y los sentimientos de nuestros seres queridos, nuestros amigos e incluso aquellos que ocupan la casilla de “conocidos”. La comida, siempre y cuando medie tarjeta de crédito, puede llegar sin que uno tenga contacto con un individuo. El transporte igual. Inclusive, si uno está dispuesto a pagar más, el servicio privado que lo lleva de punto A a punto B tiene la opción de que el conductor mantenga silencio durante todo el trayecto.

Somos nuestros teléfonos y nuestros teléfonos son nosotros. Por eso su robo resulta más catastrófico conforme avanza la tecnología: si hace 15 años uno perdía el celular a punta de pistola, sólo perdía un objeto. Caro, pero objeto al fin. Hoy no sólo pierde algo que probablemente paga a plazos: pierde también la llave a su vida entera. Es, toda proporción guardada –o ya no tanto, quizás–, como perder una huella digital.

Vivir en línea, debe decirse, también tiene otras desventajas. Desde el punto de vista ético/social hasta podría decirse que éstas son mayores a los beneficios. Vivir en línea, lejos de convertirnos en seres gregarios, nos aliena más. Sí, tenemos acceso casi irrestricto a cualquier comunidad mundial, pero al mismo tiempo la barrera virtual evita la esencia de cualquier relación social: en línea no hay contexto, no hay tono.

Vivir en línea también nos convierte en conejillos de indias: para quienes usamos redes sociales, muchas veces somos parte de un experimento sin saberlo. Por ejemplo, como cuando Facebook modificó que sus usuarios veían al abrir la aplicación para saber qué reacción tenían ante distintos tipos de noticias. (Es ahí donde descubrieron que a mayor enojo mayor tiempo pasa uno en la red.)

De igual manera, Twitter tiene un algoritmo que selecciona los temas más relevantes de la red. Esa “curación” que realiza moldea nuestra cosmovisión. Nuestra percepción depende de algoritmos y de decisiones que se toman a puerta cerrada.

Conforme nuestra fusión con los dispositivos acelere, y conforme nuestra migración a la red sea total, los individuos enfrentaremos nuevas dudas y nuevas discusiones. Una que será central es qué tanto dependerá nuestra identidad de nuestros dispositivos: si nuestra vida en la red se vuelve más importante que nuestra vida real, o si para efectos prácticos se convierten en lo mismo.

Por cierto, esta columna que usted acaba de leer sólo se publica en versión digital.

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