En el primer gobierno de transición, el de 2000, se armó lo que llegó a conocerse como el “gabinetazo”. Un equipo de secretarios que supuestamente había sido escogido por cazatalentos y que, también supuestamente, estaba conformado por la crema de la crema. Años después –como confesó Jorge G. Castañeda en su autobiografía, Amarres perros– se supo que el proceso había sido una ficción. Al igual que con presidentes anteriores, la decisión de las carteras fue exclusiva de Vicente Fox.

En la práctica, el “gabinetazo” no fue más que una colección dispareja de figuras en la que cada individuo actuaba por su cuenta; pocas veces había consulta con los pares para tomar decisiones importantes. En el mejor de los casos se le preguntaba al presidente, quien tendía a ocuparse en todo menos en gobernar. Sin embargo, dado que la cultura presidencialista del destape –consolidada durante el período de Adolfo Ruiz Cortines– estaba más que cimentada en el modelo mexicano, los miembros del gabinete vivían en lucha constante: necesitaban que el presidente estuviera al tanto de todo su actuar con la idea de convertirse en el “tapado” rumbo a 2006. A todos les falló el cálculo; el presidente no era el omnipotente de antes, y ya sabemos cómo terminó esa historia.

En 2012 ocurrió lo mismo y el “tapado” de Felipe Calderón no fue tal. Para 2018 con el PRI de vuelta en el poder, se revivió la llamada “liturgia” y hubo una ceremonia como las de la prehistoria. Fútil faramalla, porque el partido estaba desahuciado meses antes de la votación. Aun así, los priistas actuaron de la única manera que sabían: con rituales y símbolos arcaicos –chamarras y chalecos rojos; aclamación “popular”–.

Dos décadas después de la transición, se conjugan los factores para que el presidencialismo del siglo XX, ése que sin éxito intentara aplicar Enrique Peña Nieto el sexenio pasado, viva un nuevo apogeo. Sin duda es muy temprano para hablar de “tapados”, pero al ver cómo se comporta el presidente –en actitud “primer priista del país”– y cómo se comporta el gabinete, las formas del siglo pasado están de vuelta: el que se mueve no sale en la foto. No hay que hacer olas. El presidente es la única estrella que puede brillar en el firmamento. Ya habrá momento para dirigir el reflector a su delfín.

Y es que de 2018 para acá nadie alza la voz sin permiso. Mucho menos contradice. Se ha llegado al extremo de justificar con sonrisa inhumanas reducciones presupuestales –la semana pasada se destazó a Inmujeres; la secretaría de Salud sigue recortando presupuesto en plena pandemia, por más cruel que esto suene– con tal de que el presidente no se enoje. O a darle la razón cuando humilla en público a quien osó tener un pensamiento independiente. Tres ideas sensatas ha tenido Arturo Herrera –posponer e incluso detener Dos Bocas; revivir el cobro nacional de tenencia; sugerir uso extensivo de cubrebocas– y tres escarmientos ha recibido. El último quizás el más grave: pasado el umbral de los 40,000 muertos por covid-19, y sin señal de que se “dome” al virus pronto, ayer dijo que la economía nacional –en la lona– se recuperaría más rápido si los mexicanos utilizáramos cubrebocas de manera generalizada.

Menos de 24 horas después, Herrera se refirió a sus dichos como “analogía”, pues la sentencia presidencial había sido fulminante: “No creo que haya dicho eso”, dijo el presidente.

Herrera no tiene pinta de querer la silla, y el presidente no tiene pinta de querer dársela. Antes se encumbraba a quien operaba Hacienda o Programación y Presupuesto, hoy sucede todo lo contrario. Mientras menos se hable del secretario, mejor.

Lo mismo en otras dependencias, a las cuales se les agrega la edad avanzada de los titulares, salvo muy pocas excepciones. Si existe un golpeteo rumbo a 2024 no es público.

Pero para un presidente como el nuestro, que se empapó en la política nacional en tiempos de Echeverría y López Portillo, la sucesión debe estar en su cabeza no sólo desde el 1 de diciembre de 2018, sino desde la campaña de 2006. El o la tapada seguramente no son los mismos que cuando se imaginó despachando desde Palacio Nacional hace 14 años, pero en su cabeza la baraja ha de ser pequeña. Más si tomamos en cuenta que Morena, el partido que lo acompañó a la presidencia, vive una guerra intestina que no podrá tener un buen desenlace. Si el presidente quiere garantizar su sucesión, tendrá que hacerlo solo.

Como en tiempos de antaño, y con la mismas consecuencias: el gabinete dista de ser funcional. Trabaja para evitar la humillación del jefe y para recibir una estrellita en la frente en contadas ocasiones.

Incluso a costa de no cumplir con el mandato que cada uno juró al asumir el puesto.

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