No está el lector para saberlo, pero quien esto escribe es fiel seguidor de dos deportes: el automovilismo y el beisbol. Pues bien, el domingo pasado se llevó a cabo la penúltima carrera de la temporada de la Fórmula 1, donde, dependiendo de cierta combinación de factores, se podría decidir el título más reñido de la última década. Y quien esto escribe se lo iba a perder.

Por azares del destino, el autor de este texto no podía ver la carrera a la hora del arranque, 11:30 AM, hora del centro. Para no enterarse del resultado, y para poder disfrutar el evento en total tranquilidad y sin lo que hoy se conocen como “spoilers”, silenció todas sus redes sociales.

Apagó las notificaciones de la aplicación de F1, y también de F1TV. Puso su Telegram y su WhatsApp en modo de emergencia, retiró accesos a Facebook, a Instagram y a Twitter. El único que dejó operar con normalidad fue su correo electrónico, donde uno ya no recibe información inmediata. Parece, incluso, una reliquia del pasado.

La carrera estuvo a punto de ser “espoileada” en dos ocasiones. La primera, cuando alguien del círculo cercano envió un meme –aquí hubo un error y no se desactivó las notificaciones de mensajes directos; hay demasiadas cosas que silenciar para estar tranquilo– que decía “un minuto de silencio por quien no esté viendo la carrera”, seguido de una letanía de lo que los españoles llaman tacos.

Amablemente se le explicó la situación al remitente del meme, y aunque seguro estuvo tentado al spoiler mayor sólo para ver la reacción, el amigo se contuvo. “No sabes el nivel de locura”, concluyó. Hasta positiva fue la tentativa de spoiler: más anticipación respecto a lo que se vería horas después.

El segundo cuasispoiler fue en una fila ya avanzado el día. “¿Y entonces quién ganó?”, preguntó una persona a otra. La segunda persona que participaba en el diálogo comenzó a hablar de segundos, y en un inicio la plática parecía referir a un maratón. Pero a la primera mención de “bandera amarilla”, los dedos de este autor fueron de inmediato a sus oídos. Eran casi las seis de la tarde, la carrera había terminado cerca de cinco horas antes. Hasta ese momento se había cumplido con el objetivo. Una vez que ya no se escuchó ruido detrás se quitó el tapón. Por usar una expresión del otro deporte favorito, “safe”.

Cerca de las 11 de la noche, se encendió el televisor. La carrera inició, y durante casi tres horas quien esto escribe pudo ver, como si sucediera en vivo, una de las carreras más emocionantes de la temporada.

Sirva lo aquí contado para dos cosas. La primera, para recordar lo difícil que es no enterarse de nada en este mundo tan conectado. Sea por la cantidad de aplicaciones que uno tiene en su teléfono, y que transmiten información en tiempo real, o sea porque los deportes y los espectáculos están tan globalizados que quien tenga acceso a internet –ya una mayoría de la población– termina por enterarse de una forma u otra de algo que incluso ni le importa.

La segunda, y no es esto ludismo, es el peso que uno se quita si se aleja de la avalancha de información. Cierto es que este evento transcurrió en domingo, día en el que la carga informativa es menor, pero de igual manera la sensación de estar libre de ella tranquiliza. La tensión disminuye, la ansiedad también. No hay que estar revisando el WhatsApp cada dos minutos, lo que en ciertos momentos parece de vida o muerte adquiere su justa dimensión.

La esclavitud tecnológica no debería ser la norma. Sin embargo, nuestra sociedad nos impulsa hacia ella. Es un privilegio que pocos tienen, eso es obvio, pero qué bien se siente liberarse de ella aunque sea unas horas.

Las opiniones vertidas en este texto son responsabilidad de su autor y no necesariamente representan el punto de vista de su empleador.


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