Para quien siga las redes sociales o lea esta columna no será sorpresa que durante los últimos años –incluso previo a 2018, año que aceleró un proceso ya existente– hablar de política en ese espacio es hablar al vacío.

Corrección: es predicar a los conversos.

A pesar de tener una estructura horizontal, donde en teoría todo mundo tiene igualdad de palabra, la realidad es que –en paráfrasis de Orwell– hay opiniones más iguales que otras. Las palomitas azules –las cuentas verificadas– tienen mayor alcance en general. Las cuentas que no tienen este distintivo, pero que se asocian a otras con gran número de seguidores –lo que conocemos como “líderes de opinión”, lo que sea que eso quiera decir– también tienen ventaja.

¿Qué implica esto? Que esas cuentas son las que moldean la conversación en línea. Esa que, varias veces hemos dicho, hoy se erige como la nueva plaza pública.

Para sobresalir en la plaza no se necesita ningún tipo de “expertise” sobre la materia, sólo se necesita un megáfono. Un megáfono que, dicho sea de paso, lidera dopamina cuando obtiene reacciones positivas. Quizás el “expertise” no radique en el conocimiento o en la capacidad de argumentar; quizás, más bien, radique en saber cómo utilizar ese megáfono para que suene más fuerte.

Porque a quien grita no le importa discutir, no le importa tener un interlocutor. Le importa que se escuche un mensaje. ¿Cuántas veces no hemos sentido algún tipo de reacción química cuando algo que subimos obtiene un “me gusta” o es comentado por alguien más? ¿Cuántos enojos no nos hemos ganado cuando un desconocido se burla de lo que escribimos o lo descontextualiza? ¿Cuántas de estas personas con cierto grado de influencia no atentan contra su propia ética por sentir el abrazo digital?

Los estímulos terminan por vencer a la inteligencia. Para obtenerlos, la estrategia es hablarle a quien coincide, de facto, con nuestras posiciones.

No se tratan estas líneas de jugar a “ambos bandos están mal”, pero sí es posible dar cuenta que tanto opositores como seguidores, al nivel de mayor influencia, no utilizan sus posiciones para tratar de discutir. Las utilizan para reafirmar su estatus dentro del grupo al que pertenecen. Para que les aplaudan a toda costa. Hasta cierto punto, semeja una adicción.

En estos contenidos –porque argumentos no podemos llamarlos– abundan las falacias, como los hombres de paja que hemos discutido en otras ocasiones. Observamos la construcción de un oponente fácil de derribar para que los demás también lo destruyan y sean parte de nuestro grupo. O se caricaturiza –literalmente en varios casos– a los críticos y a los seguidores para ridiculizarlos y ganar adeptos. También, y quizás ésta es la más deprimente, se mira a leguas la falta de sinceridad en lo escrito: ¿cuántos tuits o medias verdades no vemos día con día, fácilmente rebatibles, sólo por obtener un poco de cariño de extraños?

Claro que el aumento reciente en la crispación hace difícil que los líderes de opinión se alejen de lo sencillo, de lo que les resuelve la necesidad emocional de manera más práctica. Claro que también es difícil alejarse de este esquema porque, como todo lo que necesita un mediano o largo plazo, la gratificación no es instantánea.

¿Pero a poco no sería un grato descanso de todo este lodazal si tan solo por unas horas pudiéramos tener una discusión civilizada? Lástima que no se vea por dónde.

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