En cuestión de semanas, los participantes en el mercado digital se han llenado la boca con tres siglas: NFT, non-fungible token, o token no fungible. Dirán algunos que los NFT son el paso natural después de las criptomonedas –bitcoin, un ejemplo de ellas--; dirán otros que se trata de gente que no tiene nada mejor que hacer. No obstante, resulta de interés entender qué son los NFT y por qué su prominencia mediática en 2021.
Como su nombre lo indica, un NFT es no fungible; o lo que es lo mismo, un bien no reemplazable. Es decir, lo que en ventas se llama un “one of a kind”, o un producto único. Por poner un ejemplo del mundo real: un bien no fungible sería el Guernica de Picasso. Puede haber miles de imitaciones, puede haber fotografías del óleo, puede haber cualquier tipo de producto asociado. Pero el Guernica como tal es sólo uno. Si Picasso hubiera pintado una variación, serían dos Guernicas distintos por no ser idénticos.
El mismo caso sucede con los NFT, salvo por una pequeña diferencia: los NFT son virtuales; no existen en un formato físico. Un NFT puede ser desde una animación en formato GIF (como aquellos que se utilizan en WhatsApp) hasta la imagen de una columna en el New York Times (vendida en más de medio millón de dólares, por cierto). El récord, al día de hoy, lo tiene un video digital del artista Beeple, que fue vendido por la casa de subasta Christie’s en casi 70 millones de dólares.
Pero, ¿cómo algo digital puede ser no fungible? Por una cuestión técnica. La columna del New York Times, por ejemplo, la puede leer cualquier persona. El GIF se puede compartir un número infinito de veces. El video de Beeple se puede ver sin mayor problema en cualquier lugar de la red.
Lo que convierte a cualquiera de estas cosas en no fungible radica en la “propiedad” del archivo original. Cada archivo tiene un código único –el famoso token del nombre--, ése sí irremplazable. El código lo determina la blockchain, o cadena de bloques, un conjunto de datos acomodados de una manera específica (pensemos en el ADN de las personas para darnos una idea). En términos lisos y llanos: el primer archivo producido –sea el gif, sea la columna, sea el video—se autentica con los datos de la cadena. Podrá haber una cantidad infinita de copias o reproducciones del mismo archivo, pero el original estará aparejado a un código por toda la eternidad. Salvo, claro, que el servidor que hospeda los datos desaparezca o se destruya: nada garantiza que la bodega física donde se guarda lo virtual sea demolida para hacer un conjunto habitacional.
He ahí la relación con las criptomonedas: ambos elementos comparten, por lo menos, la estructura con la cual funcionan. El combinado de datos que hacen que algo sea “único” en el sentido más estricto de la palabra es un combinado de datos muy parecido al que certifica una transacción de Bitcoin o Ethereum, por ejemplo. (Ethereum es, de hecho, la moneda de transacción para los NFT.)
Ahora bien, ¿para qué sirve un NFT? Depende de la manera en que uno lo quiera ver. Desde el punto de vista menos idealista, los NFT son sólo una expresión tecnológica que se lleva a cabo porque la tecnología lo permite. No generan valor, no contribuyen a la sociedad. Son, como los derivados que derrumbaron el mercado de valores en 2008, estructuras de especulación que sólo contribuyen a que unos cuantos generen dinero y riqueza donde no la debe haber.
Desde el otro lado, los NFT representan el valor que se le debe asignar a una creación artística: el mercado determina cuánto vale una obra de arte, y su expresión es el monto que obtiene un NFT en subasta. Aunque, al igual que en el mundo del arte físico, el mundo de los NFT lleva a la inevitable discusión: ¿el tiburón suspendido en ácido de Damien Hirst o el conejo de Jeff Koons deben ser merecedores de decenas de millones de dólares?
Para quien está dispuesto a pagarlo, la respuesta afirmativa es obvia; para los demás sólo queda preguntarnos si los humanos nada más estamos inventando por inventar.
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