Este lunes, casi una cuarta parte de la población del mundo tuvo lo que podríamos llamar un contratiempo. Las reacciones para algunos fueron de júbilo. Por ejemplo: “qué bueno, hoy no me buscan del trabajo”. Las de otros más catastróficas: “va a desaparecer la civilización como la conocemos”.
El motivo: el servicio de mensajería más importante del mundo se había “caído”. Junto con él se habían venido abajo la red social más importante del mundo y otra que si bien no es la primera, sí es de las cinco más utilizadas en el planeta.
Según Facebook, Inc., la compañía dueña de las tres redes –Facebook, Instagram y WhatsApp–, la falla en el servicio se debió a un error en su sistema interno. En resumidas cuentas, al darle mantenimiento a lo que la compañía llama su “columna vertebral” se activó un proceso que no se debió de haber activado, y la red del conglomerado –incluidas todas sus plataformas– quedó fuera de servicio. La disrupción fue masiva y no sólo hacia fuera: según fuentes internas –así lo reveló la prensa estadunidense–, los propios ingenieros de Facebook no podían entrar a los servidores porque sus accesos dependían de la red misma.
Si algo muestra lo ocurrido el lunes son dos cosas: uno, la dependencia del mundo de ciertas tecnologías y dos, la fragilidad con la que se sostienen. A pesar de existir diversas redes sociales y servicios de mensajería, en lugares como Latinoamérica o la India hay un dominio claro de la tecnología de Facebook. La gente utiliza WhatsApp desde cosas tan íntimas como el contacto familiar hasta para temas de trabajo –incluso cuando las propias compañías tienen una política de no utilizarlo justo por estos temas.
Al mismo tiempo, y por la misma prevalencia del uso, la fragilidad resulta de mayor importancia. Esta dependencia en un puñado de redes hace que su servicio se vuelva fundamental. No en balde, en la representación de Mark Zuckerberg en la película “La red social” el personaje decía “nuestro sistema no se cae. Nunca”. No fue el caso, pero un ciberataque –como aquellos que han dañado plantas eléctricas o de agua en diversas partes del mundo– podría lastimar con severidad a la infraestructura mundial.
Por otra parte, la “caída” de Facebook y sus demás redes no ocurre en un vacío, y por eso el título de esta columna. En semanas previas a sus problemas de servicio, Facebook tuvo otro tipo de problemas: de reputación. Con la publicación de una serie de reportajes llamada “Los archivos de Facebook”, el Wall Street Journal reveló una filtración masiva de documentos de la empresa.
En esta filtración, hecha por una exempleada que el domingo pasado se reveló al mundo a través del programa de televisión “60 minutes”, se confirmó lo que gran parte de la comunidad tecnológica ya sabía. La influencia negativa de este conglomerado es masiva.
Algunos ejemplos de lo revelado en estos archivos: dentro de la compañía se han hecho estudios que demuestran la influencia negativa de aplicaciones como Instagram en la imagen y autoestima de los adolescentes. Al utilizar esta aplicación, su visión sobre cómo debe lucir un cuerpo y cómo deben lucir ellos se distorsiona.
La compañía también tiene un estándar distinto para amonestar o suspender a cuentas de gente famosa/influyente. Mientras que un usuario puede ser vetado de por vida por compartir desinformación, aquellos con cierta influencia –quienes más vigilados deberían de estar– gozan de privilegios que no tiene el resto de la comunidad.
La red también exalta sentimientos de enojo y odio. Los llamados “algoritmos”, o la inteligencia artificial que se utiliza para determinar qué debe compartirse y qué no, están diseñados para exaltar cierto tipo de mensajes que generen 1) más interacciones, y 2) más virulencia. Esto es visible para cualquier lego: es común ver, en lo que hace años se conocía como “el muro”, peleas y discusiones de desconocidos sobre el tema político del día. El producto quiere que uno se involucre más con él, al costo que sea.
Estas filtraciones derivaron en audiencias públicas en el Congreso de Estados Unidos. Y también en lo que muchos ensayistas y columnistas se han planteado desde hace ya varios años: ¿deben regularse las redes sociales?
Como siempre, queda abierta la pregunta. Salvo que cada vez resulta más apremiante responderla.
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