La semana pasada hablábamos en este espacio sobre el uso de memes en la invasión rusa a Ucrania. En particular sobre cómo en Occidente la narrativa del gobierno ucraniano, a través de videos en redes y de imágenes en Twitter, entre otras tantas herramientas, había tomado el control en el terreno de la comunicación y la política.

Uno de los temas que abordamos de forma breve en este espacio fue cómo la famosa influencia rusa, que fue protagonista de la campaña electoral estadunidense de 2016, ahora lucía apocada.

Y sí, pero para fuera de sus fronteras. En concreto, toda esta operación que conocemos desde hace más de un lustro, como el “microtargetting” de Facebook, donde se hacen anuncios y publicaciones dirigidas a grupos de usuarios muy específicos, sigue ahí. También el uso de los llamados “influencers” para apoderarse de la narrativa.

Solo que no la observamos porque nosotros no somos su público objetivo: ya no se trata de convencer a América o Europa de que Rusia tiene legitimidad para invadir un país vecino; ese barco ya zarpó. Se trata de convencer a la población del propio país de que lo que se está haciendo es necesario porque así conviene a los intereses nacionales.

No por nada los medios de comunicación afines al gobierno y al Estado han encendido la maquinaria a tope. Existen, según cuentan periodistas que aún permanecen dentro de Rusia, canales de Telegram donde los editores de los medios prorrusos los “doxxean”. “Doxxear”, como recordatorio, es revelar datos personales como números de pasaporte o domicilios de las personas. A eso se enfrentan los corresponsales de medios internacionales.

A esto hay que agregar una ley que desaparece la información, y que ha obligado a oficinas de agencias y de medios a cerrar de inmediato y evacuar a sus colaboradores: penas draconianas de cárcel para quien se salga de la línea oficial reportada por las autoridades. En un clima de guerra, con una cacería abierta de brujas, reportar la realidad se ha vuelto un delito.

En cierto sentido, pero con un declive más brusco y veloz, el ecosistema de comunicación ruso comienza a asemejarse al chino. No está de más recordar a Peng Shuai, la tenista que a finales del año pasado denunció en redes sociales a un alto miembro del politburó chino por presuntamente abusar sexualmente de ella. La tenista fue imposible de encontrar durante semanas, hasta que al final reapareció en medios oficiales para negar la acusación que había levantado meses atrás.

Por otra parte, y para retomar el hilo inicial: no deja de llamar la atención que el esfuerzo comunicativo ya sea solo interno. En los meses previos a la invasión se especulaba en Europa que Rusia crearía una campaña de bandera falsa, en la que se grabarían supuestos ataques ucranianos a ciudadanos rusos para justificar la guerra. Sin embargo, no fue así. La invasión terminó por justificarse con tintes históricos, bajo un discurso de que Ucrania en realidad nunca había existido.

Aunque ni siquiera fue un intento sincero por convencer. Pareciera, más bien, que el gobierno ruso seguía la filosofía del divo de Juárez: “¿Pero qué necesidad, para qué tanto problema?”.

La invasión se ha empantanado, y resulta imposible prever su fin en semanas o meses. De este lado, por lo pronto, lo necesario es estudiar si la guerra informativa, que se libra en paralelo, escalará y cuáles serán sus efectos. Por lo pronto ya tiene una primera víctima, la verdad.

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