Desde tiempos inmemoriales los políticos le han dicho a sus votantes lo que quieren, no lo que deben oír. Para hacer campaña prometen dos cosas: regalos y lo imposible. Menos impuestos, menos violencia, más seguridad, mejores escuelas, crecimiento económico por los cielos: todo aquello que saben que no cumplirán, o que si cumplen generarán más daño que beneficio.
Pensemos en aquellos estados que ya no cobran tenencia, entre otros impuestos, y ahora luchan por poder pagar sus nóminas u ofrecer servicios públicos.
Pero hemos ido un paso más allá. Existe ahora una variante delta de la mentira política. Cultivada en Estados Unidos y exportada a países como el nuestro, esta variante va directamente en contra de la inteligencia y el conocimiento. Si bien es cierto que antecede a Donald Trump, se ha exacerbado de 2016 a hoy. Ya no son promesas insostenibles o mentiras a granel, ya es un ataque directo a la inteligencia.
Suena a una distinción sutil pero no es tal. Pongámoslo de esta manera: así como existen políticos que muchas veces no tienen idea o interés sobre temas que discuten, también hay otros con especialización en disciplinas por demás complejas. Políticos que entienden todos los vericuetos de la economía o del derecho, que comprenden las consecuencias de proponer alguna ley o de declararse en contra de un proceso. Es gente que, como dicen en Estados Unidos, “should know better”. Pero su sed de votos se impone. Funcionarios y políticos que muchas veces lucharon contra lo que ahora defienden a capa y espada. Funcionarios y políticos que reducen su inteligencia para mantenerse en el poder.
Ahí están los casos de Ted Cruz o Marco Rubio, cuya supervivencia electoral pasa por agradarle a Donald Trump. Dado que el partido Republicano está en manos de él, Cruz y Rubio saben que sus votantes están anclados al expresidente. No les molesta amplificar sus mentiras. No les molesta saber que están rebajando la política y la discusión pública. No les molesta contribuir a desarrollar una sociedad menos inteligente.
Y mucho menos les importa que Trump se burle abiertamente de ellos: se agarrarán de la horma de su zapato hasta el fin.
Si bien es cierto que ya no escuchamos mucho de Trump ahora que Joe Biden es presidente y ahora que está vetado de las principales redes sociales, el expresidente sigue ahí para un contingente muy importante del partido Republicano. Millones de personas lo consideran el presidente legítimo. Terraplanistas, conspirólogos, antivacunas. Fieles seguidores a los que ya no se busca convencer, sino abrazar y celebrar.
Hemos llegado al caso extremo de estados como Arkansas, donde el gobernador prohibió el uso de cubrebocas al interior de cualquier edificio público –a pesar de que la ciencia ha concluido que es la mejor forma de evitar la transmisión masiva–. Florida y Texas están en batalla abierta contra el gobierno federal. Reclaman, por llamarlo de alguna manera, su derecho humano a contagiarse de una de las enfermedades más peligrosas de la historia.
Aquí sucede algo similar. La educación de posgrado ya no es medida de nada. La idea es infantilizar al elector y mentirle descaradamente. Decirle que lo que voten las autoridades, lo que se les consulte a ellos, tendrá efectos mágicos que resolverán los grandes problemas del país. Que los consensos de la ciencia y de la Razón no son tales. Es un puñado de votos, un plato de lentejas para ellos, a cambio del futuro de un país entero.
Si quieren ser recordados de esa manera, que así sea. Es su derecho. Pero ojalá que en su fuero interno estén conscientes del daño que dejan a su paso.
Twitter: @esteban_is
Las opiniones vertidas en este texto son responsabilidad de su autor y no necesariamente representan el punto de vista de su empleador.