En 2019, el gobierno de la India –ése al que luego le cantan loas nuestros políticos– cortó el internet en el territorio de Jammu y Cachemira como parte de una maniobra mayor: subsumir a la región –que comprendía a budistas, hindúes y musulmanes– a la ideología nacionalista pregonada por el líder. Durante 18 meses; es decir, hasta febrero de este año, el gobierno mantuvo al territorio a oscuras en términos de comunicación. La justificación, según las autoridades, es que el internet funcionaba como un sistema de distribución de noticias falsas, y dadas las tensiones religiosas y sociales, lo mejor era que nadie supiera nada.
A finales de ese mismo año, el gobierno teocrático de Irán cerró la llave durante una semana: las protestas en contra de las autoridades iraníes aumentaban en tamaño y la red era la herramienta principal para convocarlas. Sin manera de organizarse, la protesta calló.
El gobierno chino hace más o menos lo mismo pero de manera permanente: si uno intenta buscar fotografías o información sobre las protestas de Tiananmen de 1989, el resultado es una página en blanco.
En Rusia sucede algo similar: como se ha documentado extensamente, el tráfico local de internet debe de pasar por los servidores del aparato estatal de seguridad si quiere llegar al extranjero. Nadie tiene privacidad.
Y ahora que los cubanos salen a la calle para de una vez por todas mostrar su hartazgo, la receta es idéntica en la isla: si de por sí el internet es muy caro y el servicio poco accesible, la idea es que ni lo mínimo pueda salir. El mantra es el mismo que en los otros países aquí mencionados: que nadie sepa nada.
La idea es que la revolución no sea streameada: los gobiernos autoritarios –y los políticos que coquetean con esas tendencias– entienden mejor que nadie el poder del internet. Mientras más abierto sea, mientras más ideas estén disponibles, mayor posibilidad de crítica y de disenso. Y mayor posibilidad de que el gobierno rinda cuentas. Por eso siempre se le quiere regular.
Es una versión en esteroides de lo que se veía en la Unión Soviética o en la China de Mao: los libros y textos que fueran en contra de la ideología oficial se prohibían y tan tan. Los disidentes debían copiarlos a mano o fotocopiarlos cuando finalmente hubo medios para hacerlo. El material llegaba vía contrabando, no había de otra.
Era una operación hormiga: de una en una las personas iban conociendo la realidad de su gobierno a través de la literatura que no le permitía leer.
Pero ahora todo es distinto porque la escala es otra. Porque salvo el caso de Corea del Norte, donde resulta prácticamente imposible saber qué sucede dentro de sus fronteras –por eso los analistas extranjeros revisan cada imagen oficial con lupa, para detectar los cambios más sutiles–, la transmisión de la protesta y la revolución ya no puede ser detenida. Si arrestan a alguien, lo que grabó lo tiene alguien más y se repite por toda la red. Si cierran el internet en una región, siempre hay manera de compartir aunque sea un fragmento. Y ahí entra el efecto Streisand: lo que intentas esconder siempre se magnifica.
Ya no son solo fotos o texto como antes. Ya es sonido, ya es video. Ya se puede saber qué sucede. Ya no se puede tapar el sol con un dedo. Eso es lo que le da pavor a las autocracias y a las dictaduras. El mundo puede saber todo lo que pasa en sus países. Toda la corrupción, toda la represión.
Porque la revolución se transmite por internet. Por más que los adoradores de las momias de 1953 hagan pataletas.
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