Hace unos días, el periodista Ezra Klein entrevistó a Timothy Snyder , uno de los historiadores estadunidenses que más ha estudiado Ucrania. Dentro de la extensa charla Klein y Snyder se enfocaron en un concepto que resulta harto útil para entender el presente, la “política de la inevitabilidad”.
Si bien Klein y Snyder hablan de esta idea para tratar de contextualizar la invasión rusa a Ucrania, también sirve para comprender qué sucede en el resto del mundo, por lo cual vale la pena retomarla en las siguientes líneas.
En resumidas cuentas, la política de la inevitabilidad es una cosmovisión que parte de la democracia liberal de Occidente. Como, según Francis Fukuyama , la historia terminó tras la caída del Muro de Berlín hace tres décadas, lo único que queda en el camino de la humanidad es una especie de piloto automático. La democracia liberal venció, el comunismo se convirtió en una reliquia del pasado, y los grandes conflictos –económicos, políticos y sociales– quedaron resueltos de forma inexorable.
Obviamente, nada de esto sucedió. Como bien apunta Snyder –y como bien sustenta Thomas Piketty con datos en “El capital en el siglo XXI”–, el mundo posterior al Muro de Berlín se ha convertido en el reino de la desigualdad. Quienes tienen acceso a derechos los disfrutan más que nunca; quienes son ricos lo son más que en el pasado. Pero para el resto –una gran mayoría de los habitantes del planeta–, la promesa de una mejor vida nunca llegó. Es el cuento de Ronald Reagan y su economía de goteo: los ricos se harían ricos pero algo le caería a los pobres.
No fue así.
De igual manera, la política de la inevitabilidad supone que la sociedad lo que quiere es más democracia liberal. Elecciones con un amplio bouquet de candidatos que sostienen distintas posiciones, donde una postura extrema se corrige votando al siguiente ciclo por un candidato diferente.
Para sorpresa de muchos, el siglo XXI nos ha demostrado que la fantasía de la homogeneidad democrática es eso, un sueño. Jair Bolsonaro en Brasil, Viktor Órban en Hungría, Vladimir Putin en Rusia, Recep Tayyip Erdoğan en Turquía, Donald Trump en el propio Estados Unidos, todos electos bajo la consigna de que la democracia no es el único camino.
Lo hemos dicho en anteriores ocasiones, pero el apoyo a la globalización y a la exportación de valores homogéneos es más bajo que nunca. Y, sin embargo, existe una especie de impedimento casi epistémico en esta política de la inevitabilidad, para entender por qué la concepción estadunidense de la democracia va en plena regresión.
Y he ahí quizás lo más interesante del asunto: esta barrera que impide entender al otro, con independencia de cómo valoremos su actitud. Simplemente resulta imposible plantearse la idea de que una concepción distinta a la actual es posible, y quien se atreva a practicarla de facto debe ser descalificado ipso facto como un ser irracional.
Ojo: no se juzga el mérito de ninguna idea, solo se busca explicar el motivo por el cual la democracia liberal se hunde poco a poco y sus teóricos no conciben una explicación coherente. Como lo que le sucedió a la izquierda tras la caída del Muro –y que en muchos casos todavía no logra comprender varios decenios después.
La política de la inevitabilidad no es más que la ingenuidad frente al mundo. Su aplicación desde 1991, para entender una nueva etapa histórica, ha hecho que todo lo que no quepa bajo ese concepto se ignore hasta que irrumpa por la puerta principal de la casa.
Como dicen Klein y Snyder: la gente –o al menos los proponentes de esta doctrina– se sorprende cuando escucha que alguien como Vladimir Putin lee libros y tiene un cierto juego de valores. Claro que Putin lee, solo no el canon liberal, que le parece poco menos que ridículo.