Para ganar una elección, un candidato o un partido no sólo tiene que presentar propuestas. También tiene que definirse: decir qué es y qué no es. En 2000 Vicente Fox se definió como el cambio que los mexicanos anhelaban tras 71 años de lo mismo. En 2006 Felipe Calderón se definió como lo que no era: o gano yo o gana Venezuela. En 2012 Enrique Peña Nieto se vendió como lo que sería –se definió a futuro–: el líder que llevaría a México al siglo XXI.

En 2018 hubo una mezcla sencilla de ambos mensajes: somos pueblo y no somos ellos. Somos ustedes, no somos los ricos que viajan en camioneta blindada. Somos honestos, no somos los ladrones de antaño. Ese discurso, junto con el desencanto de toda promesa anterior incumplida –la alternancia fue una llamarada de petate, en 2006 no hubo Venezuela pero sí masacres, en 2012 regresó la corrupción y lo hizo con ganas–, detonó en la victoria más holgada en una elección presidencial reciente.

A dos años y medio de ese triunfo; a medio año de las elecciones intermedias de 2021; y a tres años y medio de la siguiente elección presidencial, el mensaje sigue siendo el mismo, aunque las acciones no correspondan con él. Los encuestados no están de acuerdo con el manejo de la economía, con el manejo de la pandemia, con el manejo de la seguridad. Pero eso no importa, porque el presidente sigue en números altos. Es dueño de la palabra y es dueño de la popularidad. No es poca cosa dada la situación actual del país.

Eso debería ser una fuerte llamada de atención para quien busque disputarle el poder: el único discurso en la conversación pública es el suyo. Nadie más ha salido, con claridad, a decir qué es y qué no es. No hay alternativas viables. Así de sencillo.

Nadie envidia el lugar en el que se encuentra la oposición: con una larga lista de fracasos a cuestas, con un trayectoria bastante desigual y bastante menor en el gobierno, revertir esa imagen se antoja imposible. No sólo por su pasado, sino por la falta de claridad de su futuro. ¿Qué son? ¿Qué quieren ser? Ni ellos saben. Tarea aún más complicada cuando hay un presidente que tiene tomados por los cuernos conceptos como “pueblo” u “honestidad”. Es una batalla cuesta arriba, y es una batalla que no se gana en unos cuantos meses. Es un proyecto de años, que quizás ni siquiera pueda cristalizarse para la próxima elección presidencial. Es la refundación de una oposición con miras a 2030; es decir, al final de esta década que apenas comienza.

Y en un país donde la política se mueve a paso de tortuga, ese renacimiento ya debería estar en marcha desde hoy. Los candidatos de 2021 ya deberían estar en su lugar, esperando el banderazo de salida. Los de 2024 ya deberían estar probando su discurso en caso de buscar una oportunidad, por pequeña que sea.

Pero no hay nada. Quizás lo más cercano sea el gobernador de Jalisco, pero su discurso aún es demasiado elemental: como el presidente no quiso confinar a la población al inicio de la pandemia, él lo hizo y hasta utilizó fuerza pública para cumplir sus órdenes. Ahora que se está pidiendo que la gente regrese a sus casas, él abre estadios y pronto abrirá escuelas. Ser contreras no puede ser una identidad política.

A dos años de gobierno, es lo único en esa tundra llamada oposición. El presidente tendrá poco que presumir a dos años de gobierno; el país estará sumido. Pero el discurso es suyo y eso nadie se lo quita.

Aunque, honestamente, tampoco parece que alguien desee siquiera intentarlo.

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