Es normal, cuando los mecanismos de ética o justicia no funcionan en una sociedad, remitirse al consuelo al largo plazo. Una especie de esperanza en que la situación actual es pasajera, y que, con lujo de retrospectiva, la sociedad pondrá a cada quién, como dice el dicho, en su lugar.

O, si se prefiere, se puede usar el adagio más popular: la historia los juzgará.

Pero, si uno voltea a los libros, con toda probabilidad encontrará que esos juicios que uno espera rara vez suceden. Sólo en casos que la sociedad digna paradigmáticos es que vemos un reproche, si no eterno, al menos duradero. Ahí está el nazismo como ejemplo clásico: para que la historia en verdad juzgue a alguien, su atrocidad debe ser extrema .

E incluso en esos casos los juicios no son compartidos por todos: el regreso del nazismo y el supremacismo blanco en décadas recientes es muestra de que el juicio histórico ni siquiera es aceptado en su universalidad. Sin alguien que explique la historia y su importancia, las sentencias se resquebrajan poco a poco.

Si lo llevamos al campo local, y dada nuestra fascinación por la historia de bronce, es todavía más difícil que la cantaleta de la justicia histórica se sostenga. Si acaso sirve para generar villanos en una historia oficial que no admite grises: ahí están Díaz e Iturbide como la encarnación absoluta del mal, sin los claroscuros que los definieron.

En el siglo XX es todavía más complejo encontrar juicios históricos –tal vez por la cercanía a nuestra actualidad–. Quizás el único personaje condenado por unanimidad a la infamia –merecida, por supuesto–, es el expresidente Díaz Ordaz . Pocas figuras de los últimos 100 años generan tanto repudio generalizado como el responsable de la matanza de Tlatelolco.

Pero ahora que vivimos en un país de bandos, la historia, esa misma que se supone juzgará de forma pareja, objetiva, a quienes se lo merezcan, tiene una labor todavía más difícil: ¿cuál será la que juzgue a quién?

En el ramo oficialista queda claro que su visión histórica ya emitió juicio y condena. Todo lo sucedido de 1982 a 2018 es execrable por igual. Otra vez, no hay matices, no hay nada bueno en ese lapso. Sanseacabó.

Lo mismo puede decirse de aquellos que día con día pregonan el fin del mundo desde 2018 para acá. Nada que celebrar, nada que ponderar. Lo que el neoliberalismo fue para los otros, el populismo –o como guste llamársele– es para ellos.

Les tengo noticias. Desde el periodismo , el cual es definido por un dicho más –el primer borrador de la historia, se le dice comúnmente–, se les puede decir que ninguno ni el otro será recordado como lo piensan en unas cuántas décadas.

Quizás es ingenuidad, pero la sensatez perdura en los juicios históricos. Sí, las biografías de bronce se venden, sí, hay quien cree en los cuentos de hadas sobre cómo se fundó el país o sobre cómo se lleva hoy en día, pero la realidad es que para la siguiente generación, o quizás la que le siga a ella, la actualidad será acaso una nota al pie en sus vidas.

Claro, si las notas de pie siguen existiendo.

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