En tiempos como los nuestros, en los que la avalancha de contenido es inevitable, debemos caminar con mucho cuidado para no ser sepultados del todo.
Avalancha de contenido, no información, ya que existe una diferencia importante: la avalancha no incluye contexto, y si acaso llega a empujar datos relevantes, éstos vienen envueltos en un detrito del cual son imposibles de extraer. Estamos menos informados que nunca, aunque pensemos lo contrario.
Por eso es saludable dudar, algo que se ha hecho desde siempre. La duda forma parte de uno de los axiomas que en mayor cliché se han convertido: “dudo, luego pienso, pienso, luego existo”, aunque el “dudo” siempre se omite en la versión popular.
El asunto es que en estos momentos de avalancha ya no conocemos la duda. Creemos –no pensamos– que dudamos cuando cuestionamos a quienes piensan lo opuesto a nosotros. Pero en realidad no lo hacemos. Estamos tan atrincherados en nuestra manera de ver el mundo que esa duda no es tal. Esa duda es en realidad descalificación disfrazada: no nos interesa el pensamiento del otro, nos interesa hacerlo menos. Pero decimos que dudamos.
Esto ocurre cada vez más seguido en el terreno público. Lo vemos, quizás de forma más clara, en el ámbito político, pero la falsa duda trasciende ya a otros aspectos sociales.
En política es obvio: de un lado lo que diga el gobierno es dogma, y todo aquello que critique es falso. Del otro, todo lo que venga de la boca presidencial es una obvia mentira, y no hay que creer nada de lo que diga. “Dudamos” del otro como reflejo. Pero en realidad no dudamos: disfrazamos nuestra fe con ese concepto. Fe en nuestra inteligencia, fe en la idiotez del otro. Sólo yo puedo dudar porque mi opuesto no tiene capacidad para hacerlo.
Y así, creemos que dudamos. Salvo que no lo hacemos porque nunca hay un proceso analítico de por medio.
Sin embargo, con esa esfera se puede lidiar. Si bien la política es parte esencial de la sociedad, millones de personas pueden vivir sin tener claro el acontecer: pueden no saber qué dijo el diputado equis o el secretario ye, pueden no estar al tanto de qué se dijo en la conferencia matutina del día en turno.
El problema es que esa falta de duda, de análisis, se escabulle a otros espacios. Lo hemos visto con las teorías de conspiración desde hace varios años, y vemos cómo la avalancha se agiganta en tiempos de pandemia.
“Las vacunas son chips disfrazados”; “con el 5G nos van a controlar a todos”; “la pandemia la inventaron en un laboratorio como control poblacional”. ¿Cuántas de estas frases o sus variaciones no hemos escuchado de algún cercano o incluso algún familiar?
Dicen que dudan, pero en realidad no lo hacen. La conspiración, al igual que el dogma, se trata de cubrir lo desconocido bajo el manto de la duda. No falta quien lea en internet –porque cómo va a ser malo investigar y leer por cuenta propia; antes quemaban a quien dudaba– y sólo cave más profundo dentro de la nieve. Cuando la avalancha lo sepulta a uno, arriba y abajo se invierten. Se piensa que se escapa con la duda, pero en realidad se hunde más.
Y en ese trayecto uno encuentra voces similares que reafirman la fe. Personas que también dicen dudar, que también dicen buscar la verdad. Pero cada vez menos de ellas tienen los fundamentos para en verdad hacerlo, y confunden su ignorancia con inteligencia.
El riesgo estriba en que este grupo de “dudantes” convenzan a suficientes personas de cavar en un sentido, y que caven un hoyo lo suficientemente grande como para que la avalancha nos engulla a todos.
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