La gran noticia de este fin de semana fue el triunfo del ex líder estudiantil Gabriel Boric en la carrera presidencial chilena. Boric, de 35 años, tatuado y con gustos musicales acordes a su generación, no tardó en ser arropado por una gran cantidad de corrientes políticas.

Como apuntó Jorge Castañeda en “Boric para todos”, en este momento Boric es un lienzo donde cualquiera puede proyectar sus deseos, similar a lo que sucedió aquí en México hace unos años. El discurso del hoy presidente electo toca todos los puntos correctos: feminismo, cambio climático, reproche a las dictaduras latinoamericanas. Pero eso no evita que la figura de Boric, fresca por la edad y el estilo, pueda ser agua de cada molino.

Dirá el tiempo qué tipo de presidente será Boric, si el socialdemócrata que prometió ser o si un centrista que deberá negociar con el resto de las fuerzas políticas, entre ellas la extrema derecha, cuyo candidato obtuvo casi la mitad de todo el voto.

Pero para efectos de este texto, eso es lo de menos. Dista el autor de ser un experto en política chilena y sus vericuetos. Vale la pena, en este caso, mejor hablar sobre un fenómeno que se exacerba en estos tiempos: la fe ciega en los políticos.

Durante las últimas décadas el rechazo a la clase política ha sido palpable. Partidos como el Pirata en Islandia, o el extremo AfD en Alemania son respuestas al cansancio frente al statu quo. Vaya, Donald Trump es el más claro ejemplo: quién más que un magnate televisivo para dirigir un país dominado por la televisión durante más de medio siglo, cansado de lo “normal”.

Boric entra, en parte, dentro de esta categoría. Así como los votantes ponen su fe en lo distinto dado que lo tradicional no les ha funcionado, también comienzan a creer –no hay otra manera de decirlo; el votante hace su elección, en muchos casos, a partir del sentimiento o la fe, no los datos– en las siguientes generaciones.

(Aunque claro, también existe el voto del rechazo: si las opciones son un protofascista y alguien que no lo es, quizás ésa es una consideración importante.)

El problema aparece cuando el candidato no se convierte en lo que el votante proyectó en él. Ahí está Justin Trudeau, cuyo empaquetado lo hacía parecer el nuevo líder del mundo: joven, progresista, global. Trudeau resultó una decepción, y el único motivo por el que sigue en el poder en Canadá es que ni la derecha ni la izquierda logran convencer al electorado de que sus políticas son mejores.

Boric todavía existe en ese limbo previo a la asunción del cargo, y sus políticas apenas son palabras. Pero la euforia que ha suscitado su elección, sugiere quien esto escribe, debería atemperarse. Una gran sensación es inevitable cuando el político por el que uno votó –o el político que uno quería que ganara– llega el puesto por el que compitió. Y es normal, uno quiere creer –otra vez esa palabra– que las cosas pueden cambiar para bien.

Pero lo mejor es mantener la calma. No al grado de MJ en la última película de Spiderman, cuyo mantra es esperar lo mínimo para así no decepcionarse, pero el escepticismo siempre es sano.

Así, cuando un candidato no resulta ser lo que se le proyectó –progresista a favor del aborto y los derechos de las minorías, antiejército, lo que usted guste y mande o proyecte–, sino todo lo contrario, la sorpresa será menos desagradable.

 

Esta columna regresará la primera semana de enero.


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