La tormenta invernal que azota Texas en estos días ha dejado a su paso temperaturas no vistas en décadas: la ciudad de Dallas, por ejemplo, llegó a mínimos que sólo se habían registrado a principios del siglo pasado. Fue digna de Hollywood.
El problema se agrandó porque la helada, según reportan los medios estadunidenses, puso en jaque a la red eléctrica estatal: la falta de mantenimiento y de inversión hizo colapsar el suministro estatal cuando los 254 condados de Texas sonaron la metafórica alarma.
Millones de texanos se quedaron sin electricidad, sin internet, sin agua, y, sobre todo, sin calefacción en los días más fríos en mucho tiempo.
La prensa local ha narrado historias terribles. Personas muertas por congelamiento. Personas calcinadas por fallas en calentadores portátiles. Personas asfixiadas por las emisiones de sus automóviles, encendidos de manera desesperada para obtener un poco de calor. La tormenta tomó desprevenida al estado.
Y si Texas no estaba preparado, menos lo estaba México. Por suerte las temperaturas aquí no fueron las de allá, pero e proverbial estornudo del otro lado de la frontera causó pulmonía en México. El corte del suministro de gas –que se utiliza en enorme cantidad para proporcionar electricidad a la industria mexicana y a hogares nacionales– aunado a la eterna falta de capacidad local para almacenar gas, llevó al segundo apagón mayor en un lapso de dos meses. Para intentar mitigar el problema, la empresa de electricidad del Estado ordenó cortes eléctricos. El resultado fue una mayoría del país a oscuras antier.
Sirva lo antes dicho para llegar a un punto fundamental: lo que se ha descrito en ambos países como extremo y anormal ya no lo es.
El aumento en la temperatura global, el derretimiento de los glaciares, la acidificación de los océanos, sus consecuencias son claras. Esta semana fueron tormentas de terror. La pasada fue el anuncio de la sequía en el sistema Cutzamala. En 2020 fueron los huracanes masivos y los incendios de Australia. Lo que sonaba impensable y extraordinario en el siglo XX ya es la norma del XXI.
Lo ha dicho Bill Gates en repetidas ocasiones: la pandemia es juego de niños frente al cambio climático. No sólo por las migraciones multitudinarias que ya presenciamos en nuestros tiempos –pensemos en las caravanas hondureñas de 2019 y 2020, fomentadas entre otras cosas por la crisis del café–, sino porque la infraestructura actual no da para enfrentar este tipo de situaciones. Situaciones que nosotros mismos ocasionamos, cabe resaltar.
Pero el mensaje no permea, al menos no en la clase política. El gobernador de Texas, Greg Abbott, concedió antier una entrevista en horario estelar a Fox News. Culpó a las energías renovables, porque Texas es un gran productor de energía eólica. Culpó, también, a Alexandria Ocasio-Cortez, la congresista de Nueva York que empuja un “Green New Deal”, o un plan verde que busca atacar de lleno al calentamiento global. En ningún momento hizo un mea culpa sobre la pésima administración local, en manos de los republicanos desde hace 26 años.
Fox News le hizo segunda, y durante todo el día estuvo repitiendo la perorata del “engaño” del cambio climático. Lo declaró inexistente; de fantasía de la izquierda no lo bajó.
En México, más allá del discurso tallado en piedra de que el futuro está en el pasado, hay un punto muy obvio por resaltar: el sistema eléctrico no recibe la suficiente inversión como para dar mantenimiento básico a la red. Se sabe que las energías renovables distan de ser prioridad, pero ni siquiera se piensa en las medidas necesarias para evitar este tipo de problemas. Es lo peor de dos mundos: no se busca ni resolver las causas ni resolver las consecuencias.
Si se continúa en este camino y se sigue ignorando la realidad climática, los apagones y la falta de gas serán la rutina nuestra de cada día. Lo extraordinario se volverá ordinario.
Texas es una llamada de atención. No es la primera ni la última. Pero las siguientes serán peores.
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