Nunca son tiempos fáciles para ejercer el periodismo en México. Los periodistas locales han sido asediados durante décadas: desde el crimen organizado y desde el gobierno; para efectos prácticos indistintos ambos en muchos casos.

La tasa de homicidios de periodistas en este país sólo es sobrepasada por Siria, un Estado fallido carcomido por un conflicto interno. Es común escuchar y leer sobre periodistas asesinados por realizar su trabajo. También es común nunca volver a saber del caso porque el crimen nunca se investigó; o peor, se fingió su investigación y la impunidad fue mayor.

De una manera similar, mas no igual, los medios de comunicación nacionales han vivido durante décadas bajo el cerco oficial. Ya lo recordaba Guillermo Sheridan en su artículo de esta semana (https://bit.ly/3aXiWtv): existe una tradición que data al menos desde 1932 en la que los gobiernos en turno se ensañan contra publicaciones que les resultan incómodas. El ataque nunca es frontal, siempre es por las ramas. La idea es evitar que alguien pueda gritar “censura”, porque como tal no lo es. No es que vengan por las rotativas, no es que encarcelen a los periodistas. Pero por otros métodos igual se busca coartar la libertad de expresión.

A esto se le llama censura indirecta.

Así la define la Convención Americana de Derechos Humanos, firmada y ratificada por México, en su artículo 13: “Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento y de expresión […] No se puede restringir el derecho de expresión por vías o medios indirectos, tales como el abuso de controles oficiales o particulares de papel para periódicos, de frecuencias radioeléctricas, o de enseres y aparatos usados en la difusión de información o por cualesquiera otros medios encaminados a impedir la comunicación y la circulación de ideas y opiniones”.

Precedentes internacionales hay muchos: está el caso de la Editorial Río Negro (2007), en Neuquén, Argentina, que dejó de recibir publicidad oficial porque a los gobernantes de la provincia no les gustó ser criticados en sus páginas. Está el caso de Ríos y otros contra Venezuela (2009), en el cual el gobierno de Hugo Chávez alentó la violencia en contra de un grupo de periodistas críticos a través de dichos tales como “golpistas”, y luego no hizo nada para detener las agresiones de particulares hacia un medio de comunicación y sus integrantes.

Está el caso de La Prensa en Nicaragua (2019), cuyos insumos más básicos para producir el periódico –papel y tinta– fueron retenidos por autoridades aduanales sin explicación alguna.

Para no ir más lejos, está la salida de Carmen Aristegui de la radio el sexenio pasado, la cual la propia Suprema Corte determinó como injustificada tras años de litigio. (Esperemos que no ocurra lo mismo en estaciones que por estos días cambian de dueño.)

El denominador siempre es el mismo: ante la cobertura crítica, el intento no tan velado de ahorcamiento. El punto es hacerle la vida imposible al periodista o al medio, y de paso crear lo que en Estados Unidos se llama un chilling effect, o un efecto enfriador: el escarmiento espanta a quienes decidan seguir los pasos del medio crítico, es una advertencia de las consecuencias. Y también espanta a posibles anunciantes, a posibles colaboradores, incluso a posibles suscriptores.

Si eso se combina con denuestos e insultos desde la autoridad, el efecto es aún mayor porque la repetición es efectiva: a la enésima vez que uno escuche “chayotero”, “corrupto”, o “secuaz”, por poner algunos ejemplos, la palabra se pega. Y quitársela de encima es harto difícil. La razón pasa a un segundo plano frente al grito.

Porque ésa es otra de las herramientas de la censura indirecta: retorcer las palabras para marginar aun más al censurado. Primero se niega la censura, luego se disfraza diciendo que es conforme a ley y al victimario se le envuelve en insulto. El efecto puede llegar a ser fulminante.

Pero hay que defenderse y para eso siempre están las palabras. Son la última línea frente al opresor.

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