Desde el año pasado, cuando las farmacéuticas globales comenzaron a dar detalles sobre sus pruebas de vacunación, la sospecha se apoderó de las redes: desde los conspirólogos que aseguraban que la vacuna incluía un chip para controlar el cerebro –como si no vivieran ya pegados a sus celulares–, hasta quienes dudaron de la vacuna por su lugar de origen.
En temas de discusión popular todo mundo es un experto, un director técnico de la selección nacional en potencia. Cuando el asunto es complejo hay quien lee un par de artículos –o peor, hilos de Twitter– y con ello destila conclusiones apresuradas. El fantoche se apodera de la conversación, y en muchas ocasiones, enrarece el ambiente cuando debería de ayudar a que sucediera exactamente lo contrario.
Así ha sucedido con un grupo de vacunas, aquellas provenientes de China y de Rusia, en concreto. De tajo fueron desacreditadas en la conversación pública: ¿cómo era posible que dos países autocráticos produjeran ciencia confiable? La pregunta, de inicio, no era desatinada. En particular porque los resultados de la Fase III de CanSino y Sputnik V fueron entregados ya que habían sido aprobadas por las autoridades sanitarias. La Fase III, recordemos, es la parte del proceso en la que se hacen pruebas masivas para determinar la eficacia de la vacuna y descubrir si existen efectos secundarios adversos.
Pero una vez expuesta la duda, en lugar de haber cavado en la descalificación se debió de haber hecho un análisis a profundidad: ¿Los resultados correspondían a los prejuicios? En ninguno de los dos casos fue así, y la validación internacional lo ha demostrado. Tanto Sputnik V como CanSino son de segura aplicación. La primera goza de un porcentaje de efectividad por arriba del 90%, la segunda por encima del 75%. Las dudas quedaron disipadas por la ciencia.
Ahora bien, los porcentajes llevaron a una segunda fase de desinformación: los porcentajes de efectividad. ¿Por qué vacunar al mundo con algo que protege 75% cuando Pfizer-BioNtech lo puede llegar al 95%? Otra duda de inicio entendible: todos queremos la mayor protección posible. Sin embargo, al leer y entender un poco más, resulta que los porcentajes que circulan no deben leerse como los legos los entendemos. Un 75% de efectividad dista de ser catastrófico.
Para explicar el mejor ejemplo es, quizás, la vacuna contra la influenza. Al no estar acostumbrados a hablar de porcentajes de vacunas, la sorpresa es común cuando se revela que la vacuna contra la influenza, cuya aplicación es masiva, tiene años en los que su efectividad no rebasa el 30%. Es decir, hay un gran porcentaje de la población que se vacuna y aun así se enferma.
Pero no de manera grave, y he ahí el punto crucial: si bien las vacunas varían en términos de efectividad general, no varían gran cosa en su efectividad en contra de casos graves. Esto significa que si bien habrá población que desarrolle síntomas de coronavirus –es necesario recalcar que las vacunas no evitan transmisión pero sí protegen– tendrá síntomas mucho más leves que si no estuviera vacunada.
La cantidad de muertes que se evitarán con una vacunación masiva será sustancial. Por eso es tan importante vacunarse: para evitar que el sistema de salud colapse, para reducir la gravedad de los contagios, y, sobre todo, para evitar que más personas pierdan a sus seres queridos.
No está de más recordar algo que se pasa por alto en la discusión diaria: estamos a la mitad de una pandemia de una crisis global. A pesar de ello, a 15 meses de un contagio sin precedentes, el mundo ya participa en una campaña de vacunación nunca antes vista.
No es un milagro. Es ciencia.
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