Después de cuatro años que los propios habitantes de Estados Unidos podrían definir como “dumpster fire”, o un basurero en llamas, Donald Trump ha concluido su periodo como presidente del país.

Las últimas 24 horas en el poder de Trump fueron tan vertiginosas como las primeras: en su discurso inaugural habló de la “masacre estadunidense”; a las pocas horas ya estaba en pie la política antimusulmana de su gobierno.

En su discurso final jamás admitió papel alguno en la insurrección en el Capitolio de este seis de enero, a pesar de que él la incitó. Sus últimas órdenes: autorizar a los refugios para personas sin techo a que les nieguen entrada a homosexuales y autorizar a agencias de adopción a que les nieguen el derecho a parejas del mismo sexo. La crueldad de principio a fin.

Atrás quedan los tuits a las cinco de la mañana desde la Casa Blanca, llenos de faltas de ortografía, pero llenos también de odio y de decisiones que movían al mundo en una dirección más peligrosa. Tuits, por cierto, en reacción a lo que el presidente veía en el televisor en tiempo real. Atrás quedan los insultos a los mexicanos. Atrás quedan los elogios a los supremacistas blancos.

Ahora, en frente, tenemos al aburrimiento. Quizás, si se resuelve la apremiante crisis del covid, incluso algo que semeje la normalidad: el país vecino tiene al presidente más viejo de su historia, un hombre que pasó casi medio siglo en el Senado y ocho años en la Casa Blanca como vicepresidente.

Pero también es alguien que cree en la ciencia y en los científicos, que ya se rodeó de especialistas en política pública para tomar sus primeras decisiones. Entre ellas, abrirle el camino a 11 millones de indocumentados para que obtengan la ciudadanía. También vacunar a 100 millones de habitantes en los 100 primeros días de su administración.

Y, sobre todo, Biden es alguien que entiende lo partido que está su país. En lugar de pelearse con los periodistas, de insultar a las minorías, de utilizar su podio para inventar y lapidar enemigos imaginarios, habló de unidad en su primer discurso oficial. Podrá quedar muy lejos de lograr esa unidad –tarea titánica–, pero a diferencia de su predecesor el mensaje de reconciliación será constante. El odio desde el púlpito terminó.

No está de más repetirlo: será, con gran probabilidad, una de las presidencias más aburridas de la historia moderna, al menos por lo que haga el presidente: Biden es proclive a dar discursos largos que luego terminan en vaguedades; también es un hombre mayor con mucha menos energía que la de antaño. Ha dicho que su periodo será de transición, que no buscará reelegirse en cuatro años. El interés provendrá, con toda certeza, de la contienda por sucederlo en 2024.

Es cierto, el presidente estadunidense tendrá mayoría en ambas cámaras. Pero es pequeña y durará poco tiempo: en dos años vuelve a haber elecciones legislativas y los republicanos que vendieron su alma a Trump harán lo imposible por quedarse con esos más de 70 millones de ciudadanos que votaron por el hombre que fomentó la toma del Congreso. La retórica de ese lado será incendiaria, pero el mensaje de Biden se mantendrá constante: paz y unidad.

Después del telegobierno de Trump, lleno de efectos especiales, liderado por el primer pirómano del país, vendrán años aburridos. No se hablará de ratings, pues el objetivo del nuevo presidente no será figurar en todas las conversaciones ni atarantar a la esfera pública. Los insultos abandonarán las primeras planas.

Y eso está bien. A veces es necesario aburrirse para tener un poco de paz mental.

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