En Portland, Oregon, los cables que alimentan de energía al trolebús público se derritieron este fin de semana. El servicio tuvo que detenerse durante la ola de calor que azotó al noroeste de Estados Unidos para remplazar los cables derretidos y para evitar que hubiera accidentes graves.
El parque nacional de Death Valley, ubicado entre California y Nevada, marcó la temperatura más alta de todos los junios en los que la han medido: 53 grados centígrados.
En Miami, después del colapso de un edificio en el cual todavía hay más de 100 desaparecidos, las autoridades ya investigan si el aumento de la fuerza de los huracanes en años recientes contribuyó a su derrumbe.
Del otro lado de la frontera norte de Estados Unidos, en la provincia de British Columbia, en Canadá, se registró la temperatura más alta en la historia del país: 50 grados centígrados. No sólo eso, sucedió durante tres días consecutivos. Algo no visto desde que los canadienses tienen datos.
En la frontera sur, si bien no hemos roto esas marcas en lo que va del año, sí tenemos la peor sequía en décadas. En la capital se comienza a racionar el suministro de agua porque el sistema que la proporciona está en niveles críticos.
Sin embargo, y esto vale la pena recalcarlo, poco o nada de lo que sucede empata con el discurso político. En Estados Unidos, el partido republicano –que debido al sistema electoral controlará la mitad del Congreso durante el futuro próximo– se ha atado a las teorías de conspiración y probablemente no regrese de ese universo paralelo. Con ello es casi una garantía que cualquier medida para enfrentar el cambio climático sea, en el mejor de los casos, paliativa. Para un gran número de nuestros vecinos, todo es mentira.
En Europa sucede algo similar. Los políticos siguen viendo lo que ocurre como eventos aislados. No fue hasta el año pasado que el presidente ruso admitió la gravedad del calentamiento global. Todavía en 2019 decía que era imposible achacárselo a los humanos.
A pesar del cambio en retórica, su país enfrenta situaciones no vistas. Hace unos días, según reportes en medios, parte de Moscú se detuvo porque la ciudad jamás había recibido tanta lluvia en tampoco tiempo.
China, el principal productor de dióxido de carbono del planeta, ha cambiado de discurso en los últimos años, y ahora promete emisiones neutrales para 2060. No obstante, las palabras probablemente terminen enfrentadas con la realidad: en la batalla por la hegemonía global, China ha demostrado que su mayor interés es el crecimiento económico, a expensas de todo lo demás (al igual que Estados Unidos, que quede claro).
Y nos falta el mundo en vías de desarrollo. Acá el discurso es rancio. Si bien hay líderes –contados con los dedos de la mano– que muestran preocupación por lo que sucede y prometen trabajar para reducir emisiones, la mayoría está del otro lado. Bajo la premisa de que ahora viene la revancha frente a los estados colonizadores, todo es “el país primero”.
Refinerías, combustóleo, soberanía; cuántas veces no hemos escuchado que eso es lo importante.
Esa visión se traslada a la sociedad. Basta con entrar a las redes, a las secciones de comentarios de notas sobre el calentamiento global. “Ahora es nuestro turno”, claman los sesudos anónimos que pululan en la red.
Tal vez tengan razón; sin duda la historia ha jugado chueco y al mundo en vías de desarrollo le tocó la peor parte.
Pero si nos regimos por la consigna de que ahora nos toca a nosotros, después ya no le tocará a nadie.
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