En más de una ocasión, el senador Ricardo Monreal se ha referido al proceso que enfrenta Emilio Lozoya como “el juicio del siglo”.

Y para México, a primera vista, bien podría serlo: el exdirector de Pemex acaba de implicar al presidente pasado en una trama que el presidente actual dice hace ver “una serie de Netflix como un cuento de hadas”.

Pero hasta ahora lo único que hay es la hipérbole de esos dichos, porque el juicio apenas comienza. Si a eso se le suma el conocido historial negativo de la Fiscalía General de la República –antes Procuraduría– para conseguir justicia, las palabras del senador y del presidente pueden resultar huecas.

Sobre todo si se compara “el juicio del siglo” mexicano con “los juicios del siglo” internacionales de la centuria pasada: Nuremberg.

No faltará quien diga que hacer esta comparación es ocioso, pero en verdad vale la pena revisar el impacto de Nuremberg para entender por qué fue un parteaguas en la historia moderna del mundo y por qué el “caso Lozoya” se queda corto, hasta hoy, como parteaguas mexicano.

Según relata el abogado Philippe Sands en el impresionante Calle Este-Oeste (Anagrama, 2017), Nuremberg fue trascendental para la humanidad por dos motivos en particular.

Uno, el más obvio, por quiénes eran los acusados: 24 líderes del régimen nazi que se autodenominaba como el “Tercer Reich”, 10 de los cuales fueron ejecutados tras concluir el proceso legal.

En ese sentido, si el “caso Lozoya” consigue llevar al banquillo de los acusados a las dos figuras más importantes de la administración pasada, Enrique Peña Nieto y Luis Videgaray, bien podría cumplir con una de las condiciones para reconocerse como “el juicio del siglo”.

Sin embargo, para lograr eso, la Fiscalía deberá ir mucho más allá de las declaraciones y de los indicios que aporte Lozoya: para sostener una acusación de esta envergadura es necesaria evidencia contundente, no sólo dichos.

Eso nos lleva al otro motivo, sin duda el más importante, y la razón por la cual Nuremberg fue un hito legal. Como relata Sands con gran claridad, fue en Nuremberg donde se utilizaron por vez primera dos conceptos que modificaron la impartición de justicia internacional. El primero fue acuñado por Sir Hersch Lauterpacht, y se le conoce como “crímenes de lesa humanidad”. Gracias a Lauterpacht hoy en día se puede juzgar a los Estados y a sus funcionarios por actos cometidos en contra de individuos durante tiempos de guerra.

El segundo, ideado por Rafael Lemkin –por cierto, ambos egresados de la misma universidad– es lo que se conoce como “genocidio” y parte de la premisa opuesta: se juzga al Estado y a sus funcionarios pero por actos cometidos en contra de grupos y no de individuos. A diferencia de los crímenes de lesa humanidad, el concepto de genocidio es aplicable fuera de tiempos de guerra.

Es aquí donde la descripción del “juicio del siglo” mexicano puede desmoronarse. Si bien la Fiscalía está utilizando figuras legales que nunca había utilizado a esta escala con el fin de que Lozoya coopere –el famoso “criterio de oportunidad” del que tanto se habla en estos días–, su aplicación, mal manejada, puede ser contraproducente.

Por una parte, y como ya han explicado diversos juristas, el acuerdo para que Lozoya testifique radica en que el exdirector de Pemex no pisará la cárcel ni resarcirá daños. Esto no es poca cosa. La información recabada en las pesquisas periodísticas atribuye a Lozoya la orden o por lo menos el palomeo de diversos desfalcos multimillonarios a las arcas públicas.

Si Lozoya no responde por nada de eso, lo que otorgue a cambio deberá llevar, necesariamente, a un “juicio del siglo”. De lo contrario, lo único que tendremos será una negociación política: declaraciones que saturen las primeras planas a cambio de impunidad. Lo de siempre.

Ahí entra la otra parte: la persecución de los peces que empieza a denunciar Lozoya. Eso ya no recae en él, sino en las autoridades. Y si algo nos ha mostrado la historia reciente es que la impartición de justicia en México, cuando de casos paradigmáticos se trata, es una larga cadena de fiascos. Baste recordar los dos últimos de gran tamaño que litigó la ahora Fiscalía General: la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa y los desvíos millonarios de Javier Duarte. El primero se cayó casi por completo porque la otrora Procuraduría no encontró manera de sustentar su teoría más que con declaraciones hechas bajo tortura. El segundo, si bien consiguió una condena, ésta fue irrisoria: nueve años de prisión y 58,000 pesos de multa para Duarte. Haya sido por una impericia brutal del ministerio público o por otra cosa, pero el exgobernador de Veracruz se salió con la suya.

Motivos sobran, por lo tanto, para pensar que este juicio se convertirá en la decepción del siglo. Ojalá que no sea así.

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