El arresto del General Salvador Cienfuegos hace escasas semanas en Los Ángeles abrió un cisma en la política nacional mexicana y en la relación bilateral con Estados Unidos. Desde la detención del General Jesús Gutiérrez Rebollo en 1997, ningún cabecilla militar había terminado tras las rejas. Y nunca un secretario de Defensa.
Quienes apoyan al presidente sin mediar lógica o raciocinio vieron en la detención de Cienfuegos una jugada maestra de ajedrez. Al dejar que Estados Unidos capturara al general, México se lavaba las manos y a la vez permitía que se limpiase la corrupción del pasado. Por parafrasear el dicho de un adlátere presidencial que pasará a la historia por su ignominia: no es que el presidente estuviera mal, es que simplemente no entendíamos lo que estaba haciendo.
Nada más lejos de la verdad. No sólo se admitió en días posteriores que el gobierno mexicano estaba a oscuras respecto a la detención, sino se supo también que un “grand jury” –un conjunto de ciudadanos estadunidenses convenido para determinar si existen elementos suficientes para enjuiciar a alguien– se había reunido hace más de un año y en efecto había decidido que las pruebas ahí estaban. El propio embajador de Estados Unidos en México, Christopher Landau, admitió en una reunión que esto había sucedido y que le habían prohibido mencionarlo a nuestro gobierno, según se reportó en medios.
Al presidente lo pusieron entre la espada y la pared: de un lado el gobierno de Estados Unidos, al que tantos favores le ha hecho –entre ellos, detener el flujo de migrantes, recibir migrantes de otros países expulsados de EU, intentar detener a Ovidio Guzmán por petición de nuestro vecino–, le creó una crisis interna sin siquiera avisarle. Y del otro, el Ejército, al que tanto poder le ha dado –como se ha relatado en diversas ocasiones en esta columna, el gobierno ha entrado en una etapa de militarismo no vista desde mediados del siglo pasado–, se enojaba por tremenda deshonra a la institución.
De ahí que el canciller Marcelo Ebrard tuviese que insistir a Estados Unidos en que se repatriara a Cienfuegos, y de ahí que Estados Unidos aceptase. Antier, en una situación poco usual, el gobierno estadounidense presentó un escrito ante la jueza Carol Amon, que lleva el caso de Cienfuegos, para retirar los cargos contra el general: la justificación fue que la política exterior, la seguridad nacional, y las relaciones con México pesaban más que condenar al general, cualesquiera que fuesen los cargos imputados.
Quien esto escribe así lo escuchó de dos fuentes distintas: la presión por retirar los cargos provino, en gran parte, del Ejército mexicano, furioso ante la ignominia de las últimas semanas. Se llegó a hablar de suspender la cooperación con las agencias que aquí operan –en particular la DEA, la Administración de Control de Drogas, que durante décadas ha hecho y deshecho en territorio mexicano–, entre otras cosas. Al final, tanto el gobierno de aquí como el de allá terminaron por ceder.
Lo cual nos lleva al gambito que da título a esta columna: el gobierno de Estados Unidos decidió sacrificar a uno de los peces más grandes y regresarlo a las aguas turbias con tal de no perturbar el lago. El gobierno mexicano así lo quiso y así lo pidió. Porque ambos entienden el poder que ostenta el Ejército no sólo en la relación bilateral, sino en la estabilidad del país. Ese poder lo ha tenido siempre, pero lleva in crescendo desde 2006, cuando los militares salieron de sus cuarteles por orden expresa de Felipe Calderón. Así continuó bajo el gobierno de Enrique Peña Nieto: es sabido que pocas, si no es que nulas, explicaciones se le pedían al Ejército respecto a su actuar. Ahí está la masacre de Tlatlaya, en 2014, como prueba incontrovertible.
Sin embargo, es a partir de 2018 que esta militarización del país –y militarismo del gobierno; es decir, la ocupación por militares de puestos claves– ha aumentado de manera exponencial. Construye aeropuertos, administra el ISSSTE, recibe dinero en fideicomisos mientras se le quita a todos los demás. La lista de prebendas es larga y sólo seguirá creciendo.
El Ejército se ha vuelto lo que en Estados Unidos se llama “too big to fail”: se le ha dado tanto poder durante décadas, se le ha dejado enraizarse incluso en el terreno civil, y por ello ahora el gobierno vecino ha tenido que realizar su gambito: dejar ir a Cienfuegos a cambio de mantener una frágil estabilidad, así conlleve impunidad u otras cosas más horribles.
Y eso debería preocupar tanto a nuestro presidente como al entrante de allá: en México existe un actor estatal que actúa como si estuviese por encima del Estado mismo. Un actor que puede presionar con suficiente fuerza a su superior jerárquico y así liberar a uno de los suyos. Un actor que, dicho sea de paso, nunca ha sido electo por nadie.
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