Hace unos meses se cumplió el décimo aniversario de la publicación de “El filtro burbuja”, el libro en el que Eli Pariser definió lo que hoy damos por sentado: el internet es personal. O más bien, es personalizado.

¿Qué quiere decir esto? Que debido a múltiples factores, entre ellos las “cookies” o galletas que aceptamos a regañadientes cada que visitamos un sitio, el internet –en abstracto– se vuelve nuestro internet –en concreto–. Por eso a uno lo persiguen los anuncios a través de sus redes. Lo que no compró pero sí vio lo persigue y atosiga hasta que –si uno se rinde ante sus instintos– termina por comprarlo.

Algo similar sucede con las conexiones compartidas; quien viva con otra persona lo entenderá a la perfección: lo que uno ve en su computadora o celular aparece en la computadora o el celular del otro. Los datos que las grandes compañías van amasando sirven para crear lo que llaman “experiencias personalizadas”. Ningún internet es igual, así la cultura nos haya homogeneizado para vestirnos de la misma manera, comprar las mismas cosas y comer en los mismos restaurantes.

Pero ese filtro no sólo lo empuja la red misma, también lo empujamos nosotros. Los humanos estamos diseñados para vivir en nuestras propias burbujas: no nos interesa saber lo que piensan los demás al menos de que estén de acuerdo con nosotros; no nos interesa sentirnos incómodos o desafiados. Un ejemplo claro –anecdótico, pero igual– es el resultado de la elección presidencial de 2018; al menos quien esto escribe se topó con una buena cantidad de personas sorprendidas por la votación nacional. Si ellas no conocían a nadie que hubiera votado por el eventual ganador, ¿cómo era posible que hubiera ganado?

El filtro de Pariser se expande todavía más. Empezó por los sitios que armaron nuestra experiencia “única”. Se comió las opiniones discordantes y creó un “espacio seguro” en el que el contacto con el otro era virtualmente imposible. Ahí están los hombres de paja de los que ya hemos hablado con anterioridad en este espacio: los usuarios de redes crean una versión de sus oponentes para destrozarla. Pero nunca dialogan con el oponente como tal.

Y ahora, el internet divide otra vez entre aquellos que viven conectados a perpetuidad a lo que ahí ocurre y aquellos que no.

Si uno entra a cualquier red social encontrará un código particular. En Facebook son los grupos donde personas afines comparten noticias falsas o memes, donde refuerzan sus estereotipos sobre todo la otredad y afianzan su pertenencia a un espacio social.

En Twitter, donde los usuarios son menos pero los estudios nos dicen que están más involucrados, existe todo un ciclo de indignación que se renueva cada 24 horas. El punto es ir a enojarse, ése es el código. Decir lo que no le diría uno en persona al otro. (Y si sí, ahí ya entramos a otro territorio.)

¿No sabe el lector de lo que hablo? No importa, baste con que le diga lo siguiente para que entienda a lo que el filtro nos ha llevado. Del lunes para acá un sector del Twitter político mexicano ha ardido en llamas porque alguien comentó una publicación con una sola palabra: “chale”.

Nadie tiene por qué saber de ese chale, tampoco es que sea importante. Sólo a quienes han vuelto a ese mundo su línea de contacto con el exterior les dice algo. Pronto –si no es que ya– será remplazado por algún otro objeto sobre el cual proyectar algo. (Enojo, en particular.)

Pero ese exterior no es cualquier exterior. Es realmente un exterior inexistente, virtual. Por más que haya quien impulse la vida total en la red –lo que las grandes compañías ahora llaman “el metaverso”–, por más que haya tirios y troyanos disparándose flechas virtuales, el resto de la ciudad, del estado, del país, del mundo, vive en completa ignorancia de la inconsecuente polémica del día.

A veces hay que abrir la ventana y respirar un poco de aire.

Las opiniones vertidas en este texto son responsabilidad de su autor y no necesariamente representan el punto de vista de su empleador.

Facebook: /illadesesteban
Twitter: @esteban_is

Google News

TEMAS RELACIONADOS