De tiempo para acá, muchas de las aplicaciones de los celulares están hechas para consumir tiempo; entiéndase, para rellenar espacios de tedio entre una actividad y otra. Por eso tienen éxito los juegos que involucran acomodar en filas joyas u objetos similares: son actividades que involucran el mínimo de atención y ayudan a dejar de pensar en otras cosas. Son, por decirlo de alguna manera, formas de poner el mundo en pausa.

La otra parte de su éxito deriva de que son interminables. Los desarrolladores de estos juegos implementan variaciones en niveles subsecuentes; cada nivel es lo suficientemente distinto como para que uno no recuerde si ya jugó algo similar o no. Si no lo recuerdo, es nuevo.

Al mismo tiempo, estos juegos involucran el nivel de compromiso monetario que uno quiera. Se puede pagar para obtener más oportunidades o para obtener ayuda en forma de fichas especiales que sirven para limpiar los tableros. En caso de no querer gastar un solo peso, el consumidor –porque eso es, alguien que consume– puede optar por ver anuncios en video para seguir jugando. No se le pide mayor compromiso, solo 30 segundos cada cierto tiempo para continuar. Eso sí, para los anunciantes ese tiempo es invaluable: asegura que el consumidor conozca el producto a través de la repetición, dado que muchas veces es el mismo anuncio el que aparece entre juego y juego, e incluso, en el mejor de los casos para el anunciante, consigue que haga clic para descargar su juego. Eso sin contar todo lo que aprende de los hábitos del usuario.

Por eso ha sido curioso ver que el juego exitoso del momento no sea una aplicación que se pueda descargar de alguna de las tiendas. Se trata de Wordle, un juego que vive en un sitio de internet y fue diseñado por Josh Wardle, un ingeniero de software, durante la pandemia, con el único fin de entretener a su novia.

Wordle parte de una premisa sencilla y de hecho poco innovadora: hay que adivinar una palabra de cinco letras en seis intentos. La única ayuda son casillas de colores: amarillo si la letra aparece pero no está en el lugar correcto, verde si ahí se ubica. Es todo.

No por nada es común ver esos cuadritos en redes; parte del aliciente de Wordle es poder presumir el número de intentos en que se llegó a la solución.

Eso explica un componente del éxito pero no todo. Si bien, como un aspecto importante de las redes, Wordle sirve para competir y vencer a desconocidos –pensemos en la función de “citar tweet” en Twitter, donde la competencia es por humillar al otro–, también tiene una regla base que la diferencia de los demás: sólo se puede jugar una vez al día. Una vez que se agotan los seis intentos o se adivina la palabra, el usuario debe esperar al día siguiente para el siguiente reto.

Ese contraste es quizás la mejor manera de entender por qué un juego que se inventó a finales del año pasado y ahora es propiedad del New York Times –que lo compró por una suma no específica dentro del rango de millones de dólares– es tan exitoso. En tiempos como los nuestros, donde todo está disponible a todas horas, hay ciertos placeres en lo escaso. Un poco

como el mundial de futbol, que se celebra cada cuatro años y hoy se discute reducir a dos. Queda la duda entre muchos, incluido quien esto escribe, si esa reducción de período entre copas hará que se devalúe el torneo.

La tecnología nos empuja a la inmediatez cada vez más seguido, pero a veces, sólo a veces, nos recuerda que hay cosas por las que vale la pena esperar.

Las opiniones vertidas en este texto son responsabilidad de su autor y no necesariamente representan el punto de vista de su empleador.

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