Para los latinoamericanos el término “autogolpe” nos es más que familiar: un gobernante que intenta perpetuarse en el poder al evitar su transmisión; sea por incitar a la violencia, por desbandar a su Congreso o por otorgarse poderes extraordinarios. Quizás el autogolpe más famoso –por su éxito– haya sido el de Alberto Fujimori en 1992, cuando disolvió dos de los tres poderes de su país. Pero no es necesario ir tan lejos para entenderlo: en México corrió el rumor durante 1976 de que Luis Echeverría buscaría prolongar su mandato de esta manera.

Es decir, nada nuevo el concepto, nada sorprendente.

Salvo por el hecho de que ahora es Estados Unidos , que ha presumido ser la democracia más estable de la historia moderna, el país que se une a esta lista: este miércoles el presidente Trump incitó de manera explícita a manifestantes que pronto se convirtieron en sediciosos y tomaron el Capitolio de Washington, D.C., la sede del poder legislativo del país. Lo que comenzó con gritos afuera del Congreso, donde se certificaría la elección presidencial de noviembre, terminó en una invasión. La bandera confederada ondeó por primera vez adentro del edificio; un hombre disfrazado de vikingo tomó la tribuna del Senado; las máscaras de gas se repartieron entre las personas sitiadas por la muchedumbre.

Mientras tanto el presidente Trump, a punta de tuits, se negó a condenar la violencia de forma explícita. Sólo después de ser presionado por asesores y funcionarios publicó un video en el cual pidió calma a regañadientes y repitió la mentira –tres veces– de que le habían robado la elección.

Estos eventos fueron la conclusión lógica de los últimos cuatro años. Quienes hemos escrito del tema hemos visto cómo las teorías de conspiración que pululan en internet se han adueñado de la conversación pública; hemos visto cómo las personas que invadían la sede del Congreso estadunidense este miércoles cayeron en el espiral de desinformación de Q-Anon y otras sandeces.

Gran parte de esto se debe al clima de polarización que impera en Estados Unidos y que no es nuevo: el país nació dividido –recordemos que los hombres de piel negra valían tres quintas partes de los hombres de piel blanca según las leyes de EEUU– y esto sólo se exacerbó con el paso de los años: hubo una guerra civil de por medio, y el racismo irrestricto del sur durante todo el siglo XX. Ahora, en 2021, con el auge de las redes, el país se ha fragmentado aún más.

Y esto también se debe a un catalizador: a Donald Trump , el presidente que en menos de dos semanas deberá abandonar la Casa Blanca. Trump, cuyo interés es el rating y la atención del público, ha hecho lo que sea con tal de que se hable de él. Ha dado rienda suelta a la locura de su país, ha afanado el id supremacista blanco. Y lo seguirá haciendo mientras consiga resultados.

Se ha dicho en este espacio en reiteradas ocasiones, se repetirá hoy también: si algo nos enseña lo ocurrido en Washington, D.C., es que las palabras importan. Lo que se dice desde el poder tiene efectos, tiene consecuencias. Y Donald Trump lo entiende a la perfección: si el autogolpe no le funcionó, no fue por falta de interés, sino de pericia. Alguien más inteligente, más hábil, bien podría tener éxito en unos años, y el intento de autogolpe que vimos el 6 de enero de 2021, será sólo el prefacio de algo mucho más feo.

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