En estos días México está por incorporarse al Top 5 de países con más muertes confirmadas por coronavirus. Está a tiro de piedra de Francia, el quinto lugar, y bastante cerca de Italia, el cuarto. No es descarado pensar que en unas semanas deje a ambos atrás. La cifra oficial de contagios, a pesar de que México es de los países que menos pruebas realiza a nivel mundial, nos tiene también en el deshonroso Top 10. Si se hicieran pruebas masivas, como ocurrió en Asia y en Europa, es probable que México también integrara el Top 5 en esta categoría.

Pero lo escrito en las líneas anteriores no parece preocupar a nadie en las altas esferas. El subsecretario de Salud reajusta estimados al alza –siempre al alza– con la frialdad de quien habla de números, no de vidas. Desde hace más de un mes el presidente se refiere a la pandemia en pasado.

El escudo siempre es el mismo: se domó la curva en cuanto a que sigue habiendo camas en los hospitales. Y es cierto; sin embargo, los datos nos revelan por qué: quienes acuden a un hospital para recibir atención médica por COVID-19 lo hacen, en su mayoría, en etapa avanzada. Llegan al servicio médico cuando ya no hay mucho que hacer por ellos. Bien lo mostró hace un mes Alberto Díaz-Cayeros, director del Centro de Estudios Latinoamericanos de Stanford, en un cúmulo de gráficas (https://twitter.com/diazcayeros/status/1268944630004891648): la frecuencia de muertes es mayor en los primeros tres días de ingreso al hospital.

Otro tanto de contagiados se muere en sus hogares. Cuando uno llama a las líneas de atención habilitadas para la pandemia, el consejo principal siempre es el mismo: quédate en casa. No salgas. El subtexto es no ocupes una cama. Tenemos que presumir que las tenemos.

Y ésa será la medida discursiva del éxito: podemos hablar de cientos de miles de contagios, de decenas de miles de muertes, pero el sistema de salud aguantó. La pecera está contaminada y los peces flotan bocarriba, pero el agua no se filtró por las grietas.

Porque todo se reduce a retórica. Así han transcurrido los dos últimos años, desde el avasallador triunfo de un movimiento que al día de hoy se sigue autodenominando como de izquierda, y que al día de hoy sigue pregonando lo que describe como la cuarta transformación nacional.

Ninguno de los dos conceptos es poca cosa. Decir que la izquierda está en el poder es decir que se tiene al primer gobierno distinto en la historia moderna mexicana. Decir que ya se sentaron las bases para una cuarta transformación –sólo equiparable a la Independencia, la Reforma y la Revolución– es buscar, a punta de dichos, un lugar en los libros de texto de historia.

Por eso se habla del fin de la era neoliberal. Por eso se dice que ya se barrió con la corrupción. Por eso se dice que el PIB palidece en importancia frente a la felicidad. Por eso se manejan los infames “otros datos” a conveniencia. Porque el discurso suple las falencias de la acción gubernamental: la realidad nos muestra una economía en picada, cuya caída sólo ha sido sobrepasada por la Gran Depresión. Nos muestra un país en el que la pobreza regresa a zancadas y el desempleo aumenta a galope. Nos muestra también la violencia que no ceja, y que ahora atraviesa el corazón de la avenida más importante de la capital del país. Nos muestra que la corrupción sigue rampante en los niveles más altos y que ellos se autoexoneran con la celeridad de la era que supuestamente terminó. Nos muestra que el motor económico de México son quienes decidieron emigrar para encontrar lo que aquí no había.

Y por eso ayer se celebró con tanta euforia lo que algunos seguidores llamaron “el día de la victoria”. Porque a falta de logros en la administración actual y ante un futuro tan adverso, lo único que le queda a quien depositó su esperanza en este proyecto es el recuerdo de una noche en la que todo parecía posible.

Nada peor que vivir atrapado en una ilusión.

Google News

TEMAS RELACIONADOS