En los últimos años el mundo ha visto la explosión de las criptomonedas: divisas digitales que no necesariamente están atadas a bancos centrales o a divisas físicas. La más conocida es, sin duda, Bitcoin, pero como esta divisa existen muchas más, varias de las cuales rayan en el absurdo. Ahí estaba, por ejemplo, Bananacoin, cuyo valor dependía del mercado de plátano.

Dentro de este universo, el mercado de una criptomoneda de nueva fama ha generado enorme especulación financiera y gran confusión en estos últimos días: la Dogecoin, cuyo nombre proviene de un meme, el famoso “Doge” –ese perro Shiba Inu que todos hemos visto en redes–. La Dogecoin, creada en 2013, pasó de un chiste a representar casi 90 mil millones de dólares de mercado este año, aumento que se debe en gran parte al magnate Elon Musk.

A Musk todos lo conocemos: está detrás de Tesla y también detrás de SpaceX, la compañía de cohetes que busca llegar a Marte en el futuro cercano. El magnate también goza su reputación de troll de Twitter: gusta de robar memes y de influir en el mercado cambiario a través de emojis. Si esto resulta incomprensible, pongámoslo así: un millonario pone dibujitos en Twitter –ayer fue un diamante– y la economía mundial se mueve como montaña rusa. Hace unos días, después de ensalzar a Bitcoin, decidió escribir públicamente en contra de ella: el resultado fue una catastrófica caída de su valor, al mismo tiempo que Musk aprovechaba el empuje que él mismo le daba a su rival, Dogecoin. (La autoridad bursátil estadunidense ya le ha abierto investigaciones en el pasado por manipular el mercado.)

Pero esto es sólo una parte del capitalismo y la política del siglo XXI. Así como Musk está utilizando las redes para influir en el planeta entero –si bien tiene quiere seguir ganando dinero, a juzgar por el hecho de que hace unas semanas participó como anfitrión del programa de viñetas Saturday Night Live deja claro que el poder y la influencia son sus intereses principales–, también existen gobiernos que siguen sus pasos y se han abocado a manejar sus relaciones con el mundo a través de los 280 caracteres.

Ahí está Nayib Bukele, el autócrata salvadoreño que emite decretos y da órdenes a través de su cuenta de Twitter. Su popularidad no tiene par –ni siquiera lo alcanza el presidente que vive obsesionado por compararse en encuestas mundiales con los demás– por su condición de troll de la red.

Y, de manera más reciente, está Israel, que a inicios de semana utilizó su cuenta oficial de Twitter para repetir un emoji una y otra vez: contó, con pictogramas, uno por uno los cohetes que había lanzado Hamas a territorio israelí. La forma de comunicación fue, por decirlo amablemente, insensible, pero sin duda efectiva: ¿qué otro Estado ha reducido la diplomacia a un emoji?

Ver para creer, pero en 2021 la justificación de las guerras ya no es en la ONU –como fuese, por ejemplo, en 2003 cuando Estados Unidos embaucó al Consejo de Seguridad– sino en las redes. Las decisiones o los decretos ya no se anuncian en conferencias o ante congresos, se escriben en tuits.

Lo que sigue, a juzgar por los bailes políticos que nos recetan un día sí y otro también nuestros desafortunados candidatos, es que en un futuro más cercano del que pensamos, TikTok sea la nueva ágora mundial y también el parlamento político donde se decidirá el futuro de nuestra especie.

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