La semana pasada, el partido Republicano montó en cólera por lo que considera una nueva afrenta del deporte hacia su plataforma política: las Grandes Ligas de Beisbol (MLB en inglés) tomaron la decisión de reubicar su Juego de Estrellas, el cual se llevaría a cabo en Georgia a mediados de julio de este año, y celebrarlo en Colorado.

El motivo detrás de la decisión de la MLB es sencillo. Días antes, el congreso local de Georgia había aprobado una nueva ley que agregaba trabas al proceso electoral local y federal. A raíz de la derrota de Donald Trump el año pasado, y como parte de un movimiento nacional que busca complicar las votaciones, Georgia fue el primer estado en legislar de esta manera. Lo hizo con dos cambios concretos: redujo la posibilidad de votar por correo –recordemos que en Estados Unidos el día de la elección cae en martes y no es feriado, por lo que mucha gente no puede acudir a las urnas– y prohibió que se pudiera repartir comida o agua en las filas para votar.

Ambas medidas tienen como fin último evitar que las minorías acudan a las urnas, en concreto los afroamericanos. De manera desproporcionada son ellos quienes no pueden ir a votar –los empleadores no están obligados a dar tiempo libre para ello– y son ellos quienes experimentan filas más largas; algunas de hasta más de cinco horas en la última elección. La lógica detrás es que, si se les complica aún más el proceso, perderán el interés y no emitirán su voto.

Ahora bien, no es que la MLB actuara con base en una conciencia recién adquirida –recordemos, también, que ha sido una organización a la cual le ha costado aceptar cambios–; lo hizo en parte porque las dos grandes compañías con sede en el estado, Coca-Cola y Delta, ya habían criticado la legislación. Ellas, a su vez, alzaron la voz a raíz de que sus empleados les exigieran hacerlo dado que la ley atentaba directamente en contra de sus derechos.

Pero, como todo tema deportivo, hubo quienes –en este caso los Republicanos– llamaron a un boicot en contra de la liga por tomar una postura respecto a un asunto extradeportivo. Algo que, dicho sea de paso, se ve más seguido no sólo en la sociedad estadunidense, sino en el todo el mundo: el grito de que los deportes deberían ser deportes y sólo eso resuena cada día con mayor fuerza. Como si tuviera que ser un espacio estático ajeno a la influencia externa.

Ocurrió hace unos años cuando el mariscal de campo de los 49s de San Francisco, Colin Kaepernick, se arrodilló durante el himno nacional estadunidense. Desde entonces ningún equipo lo ha querido contratar, y es un secreto a voces en la NFL que Kaepernick está vetado, en parte por las reacciones del entonces presidente Donald Trump y el vicepresidente Mike Pence.

También sucedió en la Fórmula 1, cuando en 2020 Lewis Hamilton, actual campeón, utilizó durante el Gran Premio de la Toscana una camiseta con la que pedía arrestar a los policías que asesinaron a Breonna Taylor, una mujer afroamericana. La respuesta de la F1 fue inmediata: nada de vestimenta política en el deporte.

Y lo vemos en América Latina cada vez que una mujer narra futbol. Basta con darse una vuelta por las redes sociales cuando Marion Reimers toma el micrófono durante un partido de la Liga de Campeones de la UEFA.

La MLB tomó una decisión que dejará una estela importante en Estados Unidos. Kaepernick y Hamilton utilizaron su fama para darle un megáfono a temas urgentes dentro de la conversación pública. Y Reimers rompió el famoso techo de cristal: nunca antes una mujer había narrado una final de Champions en español.

Pero es inevitable la rabieta de más de uno con este tipo de cambios. Políticos, reaccionarios, gente que no entiende lo complejo del deporte.

Noticia: los tiempos avanzan, el deporte también. Sólo ellos se quedan atrás.

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