Mientras más se destapa la cloaca del sexenio pasado, ya bastante reportada desde entonces por la prensa independiente –en particular por Animal Político y MCCI–, más impresionan dos cosas: una, la enorme ficción que se vendió sobre “mover a México” y cómo tremendo engaño no duró ni dos años; y dos, cómo quienes en ella participaron cuentan con absoluta soltura –protegidos por el criterio de oportunidad, obviamente– el desfalco millonario a las arcas mexicanas.

Ese desfalco ocurrió por todos lados. En medios con el gasto obsceno de publicidad oficial, donde llovía dinero del cielo. En empresas fantasma a nivel estatal, donde personas que vivían en la pobreza que se prometía combatir de repente veían su nombre en documentos que las acreditaban como dueñas de empresas contratistas. En las secretarías de Desarrollo Social y de Desarrollo Agrario, donde memorablemente Salvador Camarena documentó cómo el robo ocurría incluso en la compra de cosas tan anodinas como paliacates (https://bit.ly/3m7Uev1).

La pregunta es, ahora, en qué derivará. Porque esa tranquilidad con la que se narra la podredumbre cotidiana del sexenio pasado la tiene sólo quien se sabe intocable. Como Emilio Lozoya, de quien se sabe poco –salvo que disfruta como si él nada hubiera tenido que ver en todo lo ocurrido; a pesar de ser, como él mismo admite, pieza central–, o Emilio Zebadúa, quien según la información recabada en la prensa no ha mostrado una onza de contrición.

Se ha dicho antes en este espacio, pero el criterio de oportunidad es un rasero de doble filo. Útil, sin duda, para capturar a los peces mayores –pensemos en la mafia estadunidense y cómo los soldados se volteaban contra sus generales–, pero peligroso también: ¿hasta qué punto debe permitirse que quien sistemáticamente dañó el patrimonio nacional pueda salir con las manos limpias?

Queda claro que el gobierno va por alguien de hasta arriba. De lo contrario no se hubiera doblado Rosario Robles como se dobló hace unos días. De lo contrario Emilio Lozoya no gozaría de las mieles que, si fuese investigado y no cobijado con el criterio, posiblemente ya no tendría.

¿Pero qué tan arriba y a qué costo? Figuras quedan dos: Luis Videgaray, a quien se sabe ya se buscó detener bajo el delito de “traición a la patria” –delito imposible de configurar; tan letra muerta que la última vez que la Suprema Corte se pronunció al respecto fue recién concluida la Segunda Guerra Mundial–, y el presidente Peña Nieto, el líder supremo.

Ha repetido el presidente actual que por Peña no va, que para eso está su consulta popular en la qué él votará en contra. Videgaray sería, entonces, la opción lógica. ¿El exsecretario de Hacienda bien vale un criterio de oportunidad? Para quienes están tras las rejas –Robles– o quienes sienten pasos en la azotea –Zebadúa–, por supuesto. Para Lozoya –quien fuese enemigo jurado de Videgaray antes y ahora–, también.

Pero, ¿para el país? Esa pregunta es mucho más difícil de responder. Lo ideal –tan lejano– sería que todos pagaran. No es que sólo siguieran órdenes, en la famosa banalidad del mal de Hannah Arendt. eran las cabezas de dependencias. Tomaban decisiones. No eran engranes en una máquina. Lo ideal –tan lejano– es que se les pudiera armar expedientes a todos, que se les pudieran sostener, y que la justicia determinase si en verdad son responsables de todo lo que se ha investigado y revelado sobre ellos.

Lo real –tan cercano– será lo opuesto. Que cante quien quiera, que se acoja a la bondad del criterio, que empine a quien le digan que tiene que empinar. Y que esa última persona, quien quiera que sea, cargue con toda la culpa y la sentencia de un actuar conjunto y sistemático.

Y ni siquiera eso está garantizado.

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