Semanas antes de que Joe Biden asumiera la presidencia de Estados Unidos, sus discursos se enfocaban en un solo objetivo: 100 millones de vacunas aplicadas en los primeros 100 días de su presidencia. Tras el caos de la administración de Donald Trump, la meta se antojaba casi imposible.

Hoy son 57 días de que Biden fue nombrado presidente, hoy más de 72 millones de ciudadanos han recibido al menos una dosis de vacuna. En total, Estados Unidos ha utilizado 110 millones de vacunas según el corte de ayer de las autoridades.

Dijo el presidente en un mensaje reciente que la idea era que sus ciudadanos pudiesen celebrar el 4 de julio, día de la Independencia y símbolo más importante del país, con amigos en sus jardines. Al ritmo que va el despliegue de vacunas, la meta suena plausible.

Al mismo tiempo, Biden presentó un plan de estímulos que ya fue aprobado por el Congreso. Cada estadunidense recibirá 1,400 dólares (aproximadamente 28,500 pesos) a través de un cheque. El estímulo anterior, bajo Trump, había sido menor a la mitad del actual (600 dólares, poco más de 12,200 pesos).

Según han dado a conocer diversos medios nacionales, el ritmo de vacunación es tal que la administración Biden incluso considera “prestar” dosis a sus vecinos; dado que la vacuna de AstraZeneca todavía no es aprobada para uso de emergencia allá, bien podría distribuirse en México, donde ya se aplica.

Todo esto en menos de dos meses.

¿Qué ha impulsado esta transformación del otro lado del río? Tres factores.

Uno: mientras que Trump, como otros líderes que aman el sonido de sus palabras, dedicaba el tiempo al Twitter y a la tele, Biden ha delegado el mensaje a su equipo de comunicación. Las conferencias no se detienen: diario la secretaria de Prensa, Jen Psaki, se postra frente a los medios y responde preguntas. Biden, mientras tanto, gobierna. La transparencia se sostiene sin la necesidad de tener al presidente divagando durante horas atrás del podio. Su primera conferencia será apenas la próxima semana.

Dos: la claridad respecto a la economía. A diferencia de los países cuyo PIB se ha hundido durante la pandemia, y que se han cosido los bolsillos para evitar gastar una sola moneda, la administración de Biden entendió desde el primer día que el gasto es el camino a la reactivación. Por eso los estímulos, por eso la velocidad. Mientras más rápido estén fuera de sus casas los estadunidenses y más vuelvan a tener poder adquisitivo, más rápido se reactivará la economía.

Y tres: el presidente no se enfrasca ni se inventa enemigos. Cuando Trump emitía algún sonido, era para pelear con alguien. La culpa siempre era de los demás, la conspiración era obvia: si las cosas no funcionaban es que había algún boicot opositor. Lo importante eran los culpables, flagelados por tuit y por prensa oficialista. Lo demás daba igual.

Biden, por su parte, ha decidido hacer como si Trump no existiera. No tiene comentario alguno cuando le preguntan del presidente anterior. No se compara, no lo trae a colación. El mantra que repite es que a él le interesa resolver los problemas del presente, no pelearse con lo que ya sucedió.

Bien harían varios en tomar nota de lo que pasa en Estados Unidos: el tiempo perdido frente a las cámaras y los paleros no se recupera. El dinero que no se gasta se deprecia dentro de la cartera. Y la pelea con el pasado sólo detiene el avance al futuro.

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