“La banalidad del mal” es parte del vocabulario político y público desde mediados del siglo pasado. El término, acuñado por la filósofa Hannah Arendt en 1961, se refiere a Adolf Eichmann, el funcionario del gobierno nazi que dirigía el transporte que llevaba a los judíos al campo de exterminio durante el Tercer Reich.

En su libro “Eichmann en Jerusalén”, Arendt narra lo ordinario de Eichmann: un burócrata gris que reducía todo al papeleo más inconsecuente. Para él la vida eran documentos; los sádicos asesinatos perpetrados por su gobierno no más que un sello en un papel. La banalidad o trivialidad era la reducción al mínimo de las personas con el fin de tener una conciencia limpia respecto a las atrocidades cometidas.

Décadas más tarde nos encontramos con que la banalidad permea más allá del gobierno y se convierte en el discurso de facto de las redes sociales como un acto performativo. Ya no se trata de bloquear internamente las acciones, sino de minimizar y relativizar el exterior para hacerlo parecer inconsecuente. Un juego.

Pongámoslo de esta forma: así como existe el concepto de “virtue signaling” o “postureo ético”, con el cual el individuo actúa para presumir su bondad, también existe un postureo inverso. Mientras hay personas cuyo único propósito es ser aprobadas y acogidas por el grupo a través de sus actos de “bondad” –digamos, donar dinero a una caridad, defender “al oprimido”, quienquiera que éste sea, en cualquier situación–, también tenemos un postureo que busca reducir el mal a su expresión más banal.

Un ejemplo: la banalización del movimiento talibán en redes. Ahora que Estados Unidos abandonó Afganistán entre ecos de la guerra de Vietnam en los 70, es común ya no solo ver a anónimos sino a personas con nombre y cara visibles –algo que antes no era común cuando se trataba de defender posiciones extremas– celebrar la llegada de los talibanes al poder en Afganistán.

La burla por la inmediata subyugación de las mujeres –que bajo la sharía, una interpretación extrema de la religión musulmana, no pueden recibir educación, entre otras tantas cosas–, o el júbilo por ver al “imperio” de rodillas a su salida del país, sin importar lo que ello significa para el futuro del Estado fallido que deja detrás.

Se mofa de lo que implica un gobierno teocrático, se hace menos. Como si no hubiera personas intentando escapar a toda costa –ahí están los horribles videos de gente intentando subir a los aviones que partían de Kabul así fuera agarrada de las ruedas–, o como si el retroceso venidero no fuera un crimen de lesa humanidad.

No, en las redes todo es motivo de sorna. Ya no se humaniza a quien sufre, ya no hay empatía hacia él. Lo que hay es una banalización del mal por el entretenimiento puro: si todo es objeto de risa, nada es serio. Si nada es serio, nada importa. Y si nada importa, el sufrimiento del otro, y el otro como tal no existen. O existen para que yo me ría un rato.

Aventuro una hipótesis: las pantallas nos alienan. Si nuestra interacción diaria es a través de una aplicación, a través de un monitor, a través de algo con lo que nos impide la relación directa con el exterior, es normal que se erosione la sensibilidad respecto a lo que allá ocurre.

He ahí, entonces, la nueva banalización del mal. Una banalización generalizada, social. Donde el sufrimiento sirve para entretenernos en lo que encontramos el siguiente meme.

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