Cuando hablaba sobre sus alumnos se le iluminaba el rostro. Pocos temas lo hacían esbozar rápidamente una sonrisa como hablar de sus muchachos, de sus clases en la Preparatoria de su querida UNAM, a la que tantos años de su vida dedicó. De esos jóvenes que le alimentaban el alma y a los que como requisito indispensable para pasar la materia que impartía, hacía que leyeran y aprendieran de memoria el poema “Los amorosos” de Jaime Sabines. Con eso bastaba para cambiarles el mundo, creía con toda razón.
Las conversaciones iban de un lado para otro. Del desasosiego que le provocaba ver a su país lastimado, profundamente violentado, hasta los recuerdos de Charcas, San Luis Potosí, donde nació. De su colección maravillosa de música de rumba y de jazz y el día que conoció a Louis Amstrong, hasta la crónica apasionada de una buena tarde en la Plaza México. De las delicias del mole oaxaqueño que nos servía su adorada Itsmy y del elogio de un buen mezcal (nunca gustó del tequila), hasta el descubrimiento de un nuevo libro. Lo recuerdo casi actuando el cuento del Cura de Tepito y la crónica de la Última Cena, de Ricardo Garibay, entrañable amigo suyo. Lo recuerdo bailando en el Salón Los Ángeles, arropado por su compadre Miguel Nieto; lo miro feliz, rodeado de sus amigos y su familia, cuando le festejamos sus 80 años, apenas un poco antes de que nos atacara duramente la pandemia.
No confiaba en quien no bailara, eso era definitivo. No soportaba la deslealtad ni la falta de honradez. Y tampoco le gustaba perder en el dominó, eso también es verdad. Alguna vez, haciendo pareja con Guadalupe Alonso, nuestra gran amiga común, lo derrotamos a él y a su compadre (“el mejor jugador de la Portales”) en una célebre partida en que jugamos intencionalmente contra toda lógica, como única manera de salvarnos de la masacre anunciada. Nunca nos volvió a invitar a jugar.
Enfrentó varias veces “situaciones amargas, severas”, como las describía. Fue del grupo de periodistas que con Julio Scherer García salió del viejo Excélsior, por el ataque orquestado desde el poder por Luis Echeverría. Ahí estuvo junto con Miguel Ángel Granados Chapa, Vicente Leñero, Abel Quezada y otros nombres hoy referenciales, que fueron amenazados de muerte por ejercer ese privilegio indispensable del buen periodismo, la crítica, para luego ser de los fundadores del semanario Proceso, del que también se alejaría más tarde en otros días aciagos para él. Entendió su oficio periodístico como un acto de libertad, convencido de que hacer un periodismo libre era su manera, junto con su vocación de maestro, de luchar por este país.
Yo lo vi por primera vez en sus ahora legendarios programas de televisión “La rumba es cultura”, desde luego grabados en el Salón Los Ángeles, disfrutando la música y el baile, presentando a Omara Portuondo, rindiendo homenaje a Pérez Prado a quien conoció y cuya música bailó como nadie o a los viejos grupos que tocaban en los bares del centro histórico de la Ciudad de México, como el ya mítico Bar León de la calle de Brasil, donde entonces se asentaba el reino de Pepe Arévalo y sus mulatos. Nadie como él defendió la rumba como un expresión cultural urbana y entonces se empeñó en el rescate de creadores y expresiones culturales asociadas a esta música, que difundió de todas las maneras posibles.
Cuánto le deben los medios en los que colaboró hasta el final. Pienso ahora en su extensa colaboración en Radio Educación, donde en sus programas “Mi otro yo” convocó a una larguísima lista de amigos para que conversáramos con él, siempre atento a lo que creíamos y defendíamos; siempre tratando de escudriñar a sus entrevistados a través de la memoria, del humor, de los libros y de la música. Más tarde sería un gran asesor de Canal 22, crítico y contundente, y lo fue también desde su fundación y por muchos años, desde su surgimiento, de TV UNAM. Revisaba las propuestas de la programación inicial con la que saldría al aire el nuevo canal de televisión, que le llevé una tarde a su casa en la calle de Balboa, y siempre defendió que el canal de los universitarios debía tener en sus contenidos a las mejores y más diversas voces universitarias. Se emocionaba al decir: “Un canal cultural de la UNAM tenía ser como la Universidad, expresión de todas las ideas, incluir todos los géneros, fundamentar todas sus propuestas”.
Recuerdo ahora su apasionado amor por sus hijos y sus nietos, el desorden interminable de su biblioteca, su gusto por ver un buen partido de futbol, su chamarra de la UNAM, su insustituible ron Flor de Caña, sus abrazos que apretaban el corazón, la dedicatoria que me escribió en la primera edición de Paradiso de Lezama, que me trajo de regalo de Cuba.
Quizá su última indignación fue atestiguar la vileza de los ataques a la gran UNAM, a la que tanto quiso y defendió, desde la ignorancia supina y la intolerancia que vive este país ahora y seguro dijo que no podrán, que no vencerán jamás a su Universidad.
Froy fue un hombre de fe. Un hombre de buena fe. Quiero pensar que ya abraza a su hijo Hugo, cuya desaparición tanto le dolió, que charla de nuevo con Ricardo Garibay y que otra vez, como lo hizo en la vieja redacción de los primeros días precarios de Proceso, le grita con humor a Julio Scherer: “¡Que ya nos paguen!”. Seguro lo están recibiendo con música de trompetas de Satchmo o con las de la Orquesta de Pérez Prado. Y lo veo esta tarde luminosa y fría en que ya no está, en que estoy casi feliz de pensar lo que Froy mira con una sonrisa enorme, desde este momento, en otra parte.