Estábamos parados afuera de un edificio de oficinas de la avenida Reforma en donde grabábamos un programa de televisión para TV UNAM en el que, como siempre, Monsiváis era la presencia lúcida. Era un edificio donde hacía muchos años, en el 76, cuando albergaba las oficinas del extinto INMECAFE, una tarde de septiembre se dio el anuncio de la creación del periódico Uno más Uno y de la revista Proceso. Al lado estaba lo que quedaba del legendario Cine Latino, ya cerrado para siempre. Le habían ofrecido llevarlo a su casa pero se negó con el pretexto falso de que él y yo teníamos otra cita cercana. La verdad es que no tenía la intención de soportar desde Reforma hasta su casa en San Simón al terrible personaje que le ofrecía el aventón. Ya en la puerta le expliqué que mi carro estaba en un estacionamiento público a dos cuadras de ahí, y empezamos a caminar a ritmo Monsiváis, lo que significaba para efectos prácticos, parar cada cuatro pasos para enfatizar algo que estaba diciendo o para saludar a toda la gente que se acercaba a él. Monsi ya había establecido un ademán de extender el brazo derecho automáticamente y saludar, mientras agradecía con un ligero movimiento de cabeza y seguía hablando.
Primero fue una señora mayor la que se acercó a la que le extendió el brazo para saludarla justo en el momento en que Monsiváis me corroboraba la noticia: José María Pérez Gay, nuestro querido Chema, filósofo, exdirector del Canal 22, capaz de convocar en una misma noche en su casa, gracias a la gran Lilia Rossbach, su esposa, lo mismo a Luis Donaldo Colosio que a Álvaro Mutis, lo mismo a Carlos Fuentes y a Gabo que al procurador de la república, quería ser delegado en Coyoacán. La idea de Chema no sería extraña, dada su cercanía con el grupo de izquierda gobernante de la ciudad, si no fuera porque era incapaz de resolver asuntos cotidianos como revisar que el cambio en efectivo fuera correcto al comprar unos cigarros. “Sería un desastre. Convéncelo de que sería un desastre. Se lo van a comer vivo en la primera reunión con vendedores ambulantes”-sostuve, convencido. En ese momento se acercó a saludarlo una pareja de jovencísimas y hermosas mujeres abrazadas a quienes les extendió otra vez el brazo y que le entregaron una revista, unos volantes de una marcha lésbica y un pin que Carlos se dejó colocar sin resistencia en la solapa de la chamarra de mezclilla. Sin perder el hilo de la charla me respondió: “Ya se lo dije. Ya le advertí esta mañana que es una locura, que cuando llegue a un mitin en el Pedregal de San Francisco y le exijan servicios de agua potable, va a contestarles citando un ensayo de Norbert Elias”.
Caminamos un tramo más y llegó ahora un señor a palmearlo por la espalda emocionado de verlo. Monsi siguió hablando, pero ahora me recordaba que en el restaurante Konditori de esa misma calle todavía en los años setenta era posible llegar y ver en una mesa a las Hermanas Águila y en la de al lado a Octavio Paz. La Zona Rosa que caminábamos ya no era más que un barrio comercial empobrecido con calles destrozadas donde convivían tiendas de artículos eróticos, restaurantes venidos a menos, locales de ropa barata y cervecerías con música grupera.
Monsiváis, que era un maravilloso consejero y definitivo apoyo de TV UNAM, televisora que entonces yo tuve el privilegio de dirigir, me dijo que era urgente hacer programas sobre esos años espléndidos por las propuestas culturales que surgieron. Ya para entonces mi amigo el pintor yucateco Gabriel Ramírez me había contado sobre sus reuniones en esas mismas calles en los años sesenta para hablar de arte y sobre todo de cine. Ahí se conformaría ese grupo notable que fue “Nuevo cine”, presidido por Luis Buñuel y con una cauda de personajes como Pepe De la Colina, Salvador Elizondo, Emilio García Riera, Jomi García Ascot y el propio Ramírez, entre otros. Gabriel contaba como alguna vez, cerca de medianoche, caminaban al final de una tertulia por las calles vacías de una colonia Roma todavía muy pueblerina y en medio de la calle frente a las casas cerradas y a oscuras, Monsiváis iba gritando: “¡Se murió el papa, se murió el papa!” Y era ese Monsi a cuyo lado iba yo caminando por la calle de Niza, en el momento en que vimos el estacionamiento y entramos. Pagué el servicio y el mismo cajero salió corriendo a traer el vehículo. Estábamos de pronto solos esperando, cuando de pronto un hombre joven desde la puerta nos vio y se acercó hacia nosotros. Monsiváis no lo dudó: cuando estuvo a un metro de distancia, otra vez volvió a extender el brazo y le ofreció su mano, que el joven sujetó con un saludo cordial en el momento en que le preguntaba: “Perdone señor, ¿usted trabaja aquí?” Luego de la sorpresa se escuchó un: “No -que fue dicho con tranquilidad estoica por Monsiváis-, en un momento viene el empleado.” El joven agradeció y se quedó esperando con nosotros. Llegó mi carro, acompañé a Monsiváis hasta su asiento y regresé a ponerme al volante. El joven se quedó hablando con el empleado y yo arranqué en silencio el carro y no dije una sola palabra durante dos cuadras, hasta que escuche la voz contundente de Monsiváis, diciéndome, con la voz de siempre pero con una esbozada sonrisa en el rostro: “Si me entero que esto se sabe, me voy a encargar de dar a conocer que detrás de Mario Aburto estuviste tú…”
¿Cómo no recordar a ese gigantesco escritor que lo mismo sabía de memoria a El Nigromante que un diálogo completo de Peter Lorre? ¿Cómo no emocionarse de la manera como apoyaba todos los movimientos sociales, los proyectos culturales, las iniciativas editoriales, los empeños de jóvenes teatreros, las nuevas películas donde aceptaba sin empacho actuar? Que leía todo, que veía todos los programas, que sabía y registraba el trabajo de todos. Cómo olvidar el día en que, luego de saber que yo estaba enviando a diversos amigos copias de películas italianas, me habló para decirme una amenaza definitiva: “Ya sé que estás repartiendo un paquete de películas italianas y yo no lo he recibido. Si para antes de las seis de la tarde no lo tengo, mañana recibirás de mi parte, en reciprocidad, las obras completas de Manlio Fabio Beltrones”.
¿Qué pensaría de los tiempos lamentables y ominosos que estamos viviendo? Con un Fonca diezmado, el INAH carente de recursos, los científicos despreciados, la Conabio en riesgo de desaparecer, la crítica estigmatizada y amenazada. Pienso que quizá repetiría su frase hoy legendaria: “O ya no entiendo lo que está pasando o ya pasó lo que estaba yo entendiendo”, pero seguro diría que esta es “una situación límite” y que necesariamente la sociedad va a reaccionar. Pienso en todo lo que su mirada lúcida y sus juicios lapidarios nos nutrirían el debate actual y pienso que a diez años de su partida no acabamos aún de valorar todo lo que le debemos, todo lo que por su memoria con más empeño deberíamos defender.