Do ut des es una expresión latina cuyo significado debió haber conocido Manuel Espino para abstenerse de proponer un diálogo entre el crimen organizado y el gobierno. Y es obligación inapelable de este saber cuál es el alcance de esa máxima para desechar tajantemente la “brillante idea” del ex líder nacional del PAN.

La traducción de esa sentencia es:  doy para que des; es decir, es una transacción, una relación de reciprocidad en la que dos partes ceden algo y obtienen algo. Es una concesión mutua que se habla, se analiza, se ajusta y se acuerda a conveniencia e interés de los implicados.

Si el gobierno se prestase a hablar con los grupos que más daño han causado a la sociedad, ¿qué les pediría? ¿Qué les daría? Centralmente, pondría sobre la mesa de negociaciones la “pacificación del país”, para la cual el diputado, ahora militante de Morena, cree haber descubierto la solución.

La reciente declaración de Espino de buscar un acuerdo con grupos criminales, que se apresuró a desmentir, data, empero, de hace dos años. Hoy la reedita, pero con un inmediato fracaso como respuesta.

Quizá tratando de quedar bien con la presidenta de la República, chocó con lo obvio: es y sería imposible un acuerdo entre autoridades y delincuentes. Estos tienen al enemigo en cada célula delictiva que les disputa el negocio, no en el gobierno, cuya estrategia de abrazos no balazos, por lo visto, no cambiará.

La paz y la seguridad que los cárteles han arrebatado a miles de ciudadanos en amplias zonas del territorio nacional, en principio, no puede ser negociable previsiblemente para quienes con base en todo tipo de delitos los han ocupado. Los querrán conservar como su coto. Les reditúan grotescas fortunas.

No ha sido el gobierno el que pretende recuperar los espacios perdidos por la sociedad; son los enemigos-competidores de la misma actividad los que quieren ocuparlos o conservarlos. En busca de la hegemonía, cada fracción se ataca entre sí, se persigue, se aniquila. Entre ellos se libra una guerra de todos contra todos, con las fuerzas estatales como invitadas de piedra y la inerme e indefensa población en medio.

Entre ellos no hay ética, valores, principios, ley, religión, conciencia. Entre ellos no existe la posibilidad de mediación. En su guerra, mientras el gobierno no intervenga, no necesitan ni quieren árbitro. Todo está en su fuerza, en su capacidad ofensiva y defensiva para establecerse y consolidarse como hegemón, desplazando o sobreponiéndose a autoridades legales.

En los objetivos que persiguen a sangre y fuego, el poder público sale sobrando, salvo si es su aliado. Craso error favorecer a alguno en particular.

Si algún cártel estuviera dispuesto a negociar la paz con el gobierno, sería el que impusiera condiciones, especialmente una: que le diera protección para mantener y ampliar su poder, ayudándole a arrasar al enemigo.

Su posición de fuerza le permitiría exigir eso, sin considerar los puestos claves de las administraciones que le permitirían erigirse, incluso, como el poder ilegal sobre el poder legal.

¿A cambio de que dejara las armas, ya no matara, no traficara? ¡Ni pensarlo! El mundo de hoy, como nunca, se rige por el Dios Dinero y quienes lo han encontrado en la ilegalidad jamás lo abandonarán.

Por eso, política y moralmente ni siquiera habría que considerar la “solución” de Espino, pues implicaría entregar a un enemigo brutal, bárbaro, irracional, que opera fuera de la ley, una patente para hacer lo que le viniera en gana. Con el tiempo, inexorablemente se sobrepondría al gobierno legítima y legalmente constituido. Sería un suicidio. Asomaría y pronto emergería un gobierno de criminales.

¿Dialogar para eso? La multiplicidad de bandas hace imposible cualquier tipo de interlocución con alguna. ¿Acaso Espino cree que puede haber arreglo con todas y que respetarían algún acuerdo, si llegara a haberlo?

Lo que eventualmente se concediera a una, la otra lo querría invalidar o imponer reglas más ventajosas para mantener su predominio. Si se cometiera el error de que un negociador se pusiese “de acuerdo” con algún cártel en particular, los otros se le echarían encima, lo que tendría serias consecuencias en distintos ámbitos.

La insensatez, el dislate que propuso el ex panista hace dos años, fue rechazada por el presidente López Obrador en su momento; queriendo reeditarla ahora, aunque se retractó, no sólo no debe ser atendida por nadie, tiene que ser categórica y decididamente repudiada por todos, como los hicieron varios legisladores de inmediato.

En ningún Estado se ha visto y seguramente no se verá una imprudencia, una verdadera locura, de la dimensión de la que sugiere Manuel Espino, por la sencilla razón de que el deber fundamental que conlleva quien lo encabece, es apelar a todos los recursos para salvaguardar la vida y los bienes de la sociedad.

La garantía sobre la existencia y la propiedad de la gente; la procuración de su libertad y la defensa de sus derechos, de la paz, la justicia, el orden y la tranquilidad social, es la fuente inagotable de legitimidad de quienes gobiernan. Tratar de conseguirla por otras vías, es ilusión, engaño, demagogia y fantasía.

Línea de Fuego

El gobernante que tiene en sus manos el Poder Legislativo, puede hacerlo todo, incluso el ridículo. Cuando lo ejerce en favor de sus gobernados, es loable. Si lo hace para causarles daños y pesares, se convierte en el más odioso y deleznable. Y aunque tienda a creer que podrá perpetuarse y hacer el mal por siempre, en algún momento se encontrará con una realidad que no concibe… Con las reformas al Poder Judicial, no termina el Estado de Derecho en nuestro país; comienza todo el derecho de una sola persona. El gobierno de uno, históricamente, es monarquía o tiranía, que ahora tienden a erigirse –en especial la última– sobre la base de principios democráticos... ¿Cuántos empresarios, que toman decisiones con la más sólida información de expertos asesores, creen el discurso oficial de garantía de sus inversiones?

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