Desde mi ventana invernal de la rue Quincampoix Núm. 27, Barrio del Marais, París, una mañana descubrí, como a 200 metros, la imagen de un hongo siniestro como el que segó tantas vidas y flores en Hiroshima y Nagasaki. Quincampoix, calle medieval de apenas 10 metros, famosa por el restaurante “Dans le Noir” (en la noche), donde se cena en total oscuridad y los meseros son personas con ceguera, sería mi morada durante un año, cuando intentaba superar un momento de desamor y fatiga.

Desde el único balcón florido del edificio, la imagen de la explosión malsana de reacciones nucleares no dejó de rondarme durante días hasta que decidí cruzar la explanada del vecino Centro Cultural Georges Pompidou para visitar la exposición que se anunciaba con un hongo descomunal en la fachada.

Cuarto piso del Pompidou, una mañana de febrero de 2011: un video en blanco y negro, a la entrada, truena y retruena sin cesar, pero no se trataba del hongo de la maldad americana y trumaniaca, no, no, el hongo en ciernes era un homenaje a la sacerdotisa y chamana María Sabina que la primera vez que consumió los alucinógenos famosos de Oaxaca lo hizo llevada por el hambre, esa hambre infeliz que había heredado de sus padres y que ella habría de legar a sus hijos. María tenía un culto al lenguaje, pero el lenguaje sólo aparecía al consumir la Carne de Dios con la que inducida por el éxtasis del trance curaba, predecía y llevaba la curación sagrada a quien se le acercara. Y un buen día, plenos de cordura en un siglo de barbarie gobernado por locos verdaderos, los Beatniks llegarían —finales de la década de 1950— hasta la famosa sacerdotisa y chamana desde Nueva York y San Francisco: Alan Ginsberg, Jacques Kerouac, Gregory Corso, Lawrence Ferlinguetti y William Burroghs, el viejo chocho que una mañana, enloquecido, mató, justo en la colonia Roma, a su esposa de un tiro en la frente porque jugaban a imitar a Guillermo Tell.

Días después de haber admirado los videos, las cartas y fotografías y hasta los tenis de Ferlinguetti o un peine todavía seboso del siempre calvo de Gingsberg, de la espléndidamente curada expo sobre la Generación Beat permanecería fresco en mi memoria un manuscrito de 36 metros, escrito por los dos lados, que simplemente se titulaba: On the road (En el camino), un relato exterminador de todo cuanto se escribió en la tradición americana antes de él. “The life love is makin music with my friend” (La vida que amo es hacer música con mis amigos”), escribiría el beatnik más conocido en el mundo actual.

El hongo depredador, los hongos del hambre y los sueños, Quincampoix, el Pompidou, María Sabina, Huautla, Oaxaca, la Col. Roma desde donde Gingsberg, el joven gran poeta, poeta salmista, apegado al Viejo Testamento, el autor de “Howl”, con el que hizo aullar —como feliz coyote divertido— a toda una nación. Gingsberg, el amante de “Hojas de Hierba”, que perturbado por la pasión escribiría un día: “Ni por un momento Walt Whitman, viejo adorable, he dejado de ver tu barba llena de mariposas.”

Quincampoix: una ventana de mi vida donde terminé de entender que sólo la poesía y el amor habrán de salvarnos.

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Poeta e historiador

 

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