I. Antes de irse.
Un día el mundo cupo en tu sueño, en tu palabra.
Escribías.
Y cada cosa que iba a tu canto, letra por letra, era capaz de cambiar al mundo.
Y sí, como aquellas muchachas y muchachos que, en número de diez, arrebatados por el miedo, fueron a refugiarse en una villa muy cerca de Florencia para contarse uno y cien cuentos que le dijeran NO a la muerte que había llegado a la ciudad vestida de pandemia. La fantasía, la palabra, la poesía en defensa de la vida. Del desconocido temor a perderla.
Un día, la muerte injusta, rozándote, entrando hasta lo más hondo de ti como una espada, huracán intempestivo, decidió terminar con la vida de tu mujer amada.
Un día, esa misma mañana, antes de irse, Marisa te habría dicho plena de sosiego: no vayas a dejar de escribir.
La palabra: única posibilidad de vida.
Como aquellas muchachas y muchachos que, en número de diez, animados por Bocaccio, autor elitista y aburrido, en un día de muy creativa sobrevivencia, escribirían el Decamerón.
II. Telarañas.
Un día, mucho después de esa Edad Media tan tuya, te llenaste de sueños pero de telarañas, quisiste hallar la vida en cada ilusión, en cada aventura por cambiarlo casi todo. Pero te perdiste.
Otro día, ya en tu Renacimiento, convertida la espada de tu antiguo dolor en arma de conquista, otras palabras vendrían hasta ti.
Ya no serían pájaro, alondra, flor, aguacero o coyotito.
Como pretendías -como tanto Súper Máster MIT o TíTíTí, quítense que ahí voy- comerte al mundo, ya no escribirlo o descifrarlo, comenzaste a vivir de las palabras oficiales, del lirismo comedido, bien educado, de funcionario sin serlo de verdad.
Entonces tu lirismo sería de galanteador, no de un hombre profundo que escribe.
Te abandonaría el lirismo de los olvidados, el lirismo de los locos y el de los borrachos, de los ebrios que cruzan teatro por teatro el lirismo trastabillante y crudo de Shakespeare.
El mundo se ha deshecho tanto en su madeja, lleno de despropósitos, ayuno de límites, mundo depredador, antipoético, que necesita la vuelta del pájaro, de la alondra, la flor, el aguacero fresco y limpio que habrán de salvarnos.
III. ¡Oro y más Oro!
Esta medianoche, casi madrugada, el mundo cabe en mi sueño, en mi palabra, otra vez.
Entre soñando a Ezra Pound, viejo necio, pro-fascista, poeta mayor del mundo que vive y vivirá, no del que muere hoy en medio de tanta barbarie mercantil, fui a mi canto.
Mirando de soslayo la bella fotografía que mi hijo hizo de un inocente parrandero que pretende jugar ajedrez con una estatua de bronce en el Centro Histórico, fui y vine con una palabreja muy difícil de manejar en poesía: USURA, con la que Pound, siempre turiferario, resumió nuestra época en el río lingüístico y caudaloso de sus ciento veinte Cantos.
Esta madrugada en que yo vuelvo por fin a mi voz, vuelo hasta Pound, el viejazo remiso que fue capaz de escribir:
“Y bajamos a la nave,
“Enfilamos la quilla a los cachones, nos deslizamos en el mar divino e
“Izamos mástil y vela sobre aquella nave oscura,
“Ovejas llevábamos a bordo, y también nuestros cuerpos
“Deshechos en llanto, y los vientos soplaban de popa”
(Canto Primero.)
Pound, el poeta de la USURA, me recuerda que, en mi desordenado librero vive, ojalá, no lo veo, un libro del Dr. Atl publicado hace casi cien años (1936) por la editorial Botas con un título por demás extraño y sugestivo. ¡Oro, más Oro!
IV. Parvada.
Volver a la poesía, al mundo que cabe en el cuenco de nuestra mano, qué felicidad.
El mundo, el nuestro, fulminado por la USURA, merece ser reinventado.
Volemos como parvada tras este sueño nuevo.
Volver, volar a la poesía como volver a casa.
Esa casa, esa oveja, esa nave, esos ríos, esas vacas, esas flores, ríos, musgos, frondosos , hermanos árboles, que un día de imperdonable de distracción, los econometristas de la USURA pretendieron prohibirnos.