Finalmente, hemos creado un mundo al margen de la vida, habitado por la inconmensurable población de muertos, de vejados, de perseguidos, de solos o despreciados. Un mundo pleno de hambre y barbarie y, a pesar de su extraña, más bien patológica propensión por la moda y todas las inservibles baratijas, un mundo descompuesto que mira hacia atrás. El consumismo atroz, el abuso de siempre, la violencia delincuente en campos y ciudades, y todos sin ilusión posible, sin utopías que aligeren el paso o nos regalen un poco de luz, de horizontes con flores, de caminos dentro de la ley. De un camino que nos lleve a algo más que a sobrevivir sin esperanza ni paciencia. Como poeta metido al análisis político efímero o circunstancial de lo que pasa en mi patria perdedora, casi perdida, cada vez me siento más incómodo, muy fuera de lugar, como advenedizo en territorio de comentos y jumentos, de “especialistas”.

También, de ciudadanos, de periodistas honestos que intentan contener el insufrible insulto mañanero o la creciente ausencia de una sombra donde guarecer a nuestro país. “Escribe más optimista”, me llega el consejo desde el lado más querido y cercano de mi vida, y me siento molesto. Porque uno no puede andar por la vida en un México como el de hoy, en un mundo tan incierto, extraviado y beligerante, repartiendo ilusiones como aspirinas, ecuaniles o tarjetitas de la fortuna o florecitas. Porque toca al gobierno y tocará a quienes aspiran a la silla de la ruidosa chachalaca (antes silla del águila) eso: gobernar, esbozar planes, políticas y acciones eficaces que nos devuelvan la paz y la seguridad tan escandalosamente perdidas.

Junto con la caída presurosa del mandamiento neoliberal y la pandemia, el mundo quedó en suspenso, repleto de incertidumbres. Porque perdimos el sentido de todo y sólo la política visionaria, no populista, creativa, permitirá despejar el nuevo camino. Me siento incómodo y añorante, nostálgico, enfermo de un pasado que tampoco fue tan límpido o mejor, pensando en el largo recorrido de las utopías mexicanas que animaron la vida de la nación entre dos siglos, en búsqueda de plenas garantías para lo social y la democracia. Paradójicamente, esos logros, conseguidos por tantos y por todos hoy están en crisis, porque lo social, no obstante estar consignado como un derecho constitucional desde siempre, hoy se maneja como indebido recurso clientelar electoral y la democracia agoniza casi perturbada por un gobierno que no gobierna vaciando a las instituciones de su prestigio. Me siento incómodo porque sería mejor en este momento duro, retador y difícil para todos, hablar de sueños o especular hasta la media noche sobre el destino final de “las corcholatas” (qué insultante, corriente o bajo, llamar así a los precandidatos.) México tiene derecho a soñar pero más a recuperar la calma, porque el país, atribulado y expectante, espera algo más que retórica y cosmética de quienes aspiran a la silla mayor tan zarandeada. Porque la recuperación de la seguridad y de la fe en nosotros mismos sólo podría llegar amparada por una política nueva, no continuista, creativa y distinta.

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Poeta e historiador