De la casa de las flores, muy cerca del museo de las sandías de Tamayo y del alegre roer de la ardilla que enamora, una orquídea se ha ido en pleno invierno. Se ha ido y no, porque la misteriosa flor ha llegado esta mañana con el regocijo de sus brotes, de la vida nueva que excita, mientras la helada no termina de abandonar el ventanal.

La vida nueva después del dolor y del frío que habrían de fracasar en el intento de torcer su camino.

¿Y, cuál es la estrella, el rumbo, la vocación precisa de esta divina flor que miro y anhelo, casi un año después de que pude admirar, por última vez, al mundo real desde una torre en Estambul? ¿Alegrar mi mirada, aliviar la grave ausencia de paz, el rumbo perdido, la dicha antigua inesperadamente rota como miles y millares de cristales en desuso? ¿Desafiar al tiempo para alegrar el recorrido ansioso y feliz de la ardilla que a su vez me observa y coquetea?

Cuando planté a la misteriosa, ella era un marchito pedazo de tejido marrón, un ser casi sin vida ni futuro que habría de abrirse día tras día, yendo, orgullosa y bella, de la verde espiga al prodigio de flor que es capaz de engañar a las propias abejas. Y a la misma muerte, a pesar de los tiempos de vacilación, de hastío o flaqueza que la amenazan, como a nosotros. Estos tiempos en que nos toca avanzar en el regreso a la tierra, al retorno de las ilusiones, así, de pie, a pie, porque sabemos que el destino, como enseñaron los griegos, sólo se alcanza así, mudando el desconsuelo y la duda, incluso el enojo, en vida y más vida.

Ayer, 20 de enero, que acosado por el supremacismo que también mata a las flores, un nuevo presidente cruzó los dinteles de la Casa Blanca, a mí me dio más por pensar en aquel joven poeta ecuatoriano, crecido en Venezuela, que un día luminoso me regaló estos versos, brújulas verdaderas de mi tránsito, del difícil y nómade ir y venir, que han orientado mi afanosa vida: “Entonces sólo ir. Sólo andar./ Tú sabes lo que es andar todo el destino a pie.” (César Dávila Andrade, Material Real.)

Perdido pues de actualidad, monotemático y obsesivo, convertido en un árbol de mucha o escasa sombra, según, pero que ya no se endereza, huyo, virtualmente, del sitio mismo donde hace 59 años Martin Luther King pronunció I have a dream, ese discurso único y perturbador, hoy ya marchito.

Trasiego y descubro, como disciplinado reporter, para no quedar al margen del tema americano y presidencial del día, que John F. Kennedy dispuso un día la renovación del Jardín de las Rosas de la White House para el adorno de los ceremoniales. Contando con el de ayer.

Vuelvo a la necesidad del recomienzo de la vida, dejando en plena cuneta la tristeza que nos invade y aflige para regocijarnos pronto como la ardilla que descubro en el sube y baja de la casuarina cargada de hojas verdes sorpresivas.

Bastante divertido, de madrugada, alejado de mi territorio botánico, me puse a devorar, con la sonrisa en vilo, una obra de Carlos Fuentes, “Orquídeas a la luz de la luna”, en la que dos actrices (María Félix y Dolores del Río), atrapadas en los recuerdos de sus días de gloria, de sus amantes y admiradores, viven como pordioseras en Venice, California, donde echaron anclas en busca del triunfo en Hollywood.

Vuelvo a mi orquídea misteriosa, por quien un día de mucha luz, en verano, volví a entregarme a la poesía, a sus campos y veredas de inolvidables cariños, amores, pueblos y personas.

La poesía, el cantar a la vida que la política y la economía requieren sin demora asumir, si acaso, desde su sala terapia intensiva. Porque de lo que se trata hoy es de estar, de pensar, de trabajar, de soñar, para la vida.

Porque, ¿no estamos aprendiendo la lección? Adiós al mundo de barbarie, de la ganancia salvaje.

“Entonces sólo, sólo ir. Sólo andar”, en el adiós al mundo retórico depredador al que debemos devolver la palabra que nos reúne con la vida.

Poeta e historiador. Director ejecutivo de Diplomacia Cultural en la SRE

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