Y el dilema suele ser todavía más grave o enrevesado porque que la aventura de la repetición en el poder depende en buena medida de una obsesión intestina o de una decisión personal irrefrenable.
Porque todos los hombres y mujeres apegados al mando pertenecen irremediablemente al reino shakesperiano.
“Aunque todos cultivamos el sentimiento de la envidia, sólo los políticos conocen la envidia absoluta”. (Emil M. Cioran.) De ahí tanto sufrir para hacerse del poder y tratar hasta la locura de no perderlo.
Entre enero de 1926 y julio de 1928, Plutarco Elías Calles, presidente (1928-1932), y Álvaro Obregón, que tuvo al país en su puño entre 1920 y 1924, vivirían 60 meses plenos de escaramuzas, acechanzas, insurrecciones y muchos otros desarreglos como La Cristiada que llevaron poco a poco a los dos viejos cómplices revolucionarios a decidir la reelección de Obregón, tal vez con la esperanza de que el poderoso militar de Cajeme salvara el barco que estaba hundiéndosele a Calles.
A principios de 1926, entrada en su tercer año, la presidencia de Calles se precipitaba hacia un crepúsculo lleno de nubarrones y de la tentación de darle de una vez por todas “un tormento a la Constitución” para hacer posible el regreso de Obregón, pues muchos eran los desajustes qué resolver.
La rebelión de generales delahuertistas, sofocada en 1923 no dejaba de seguir presente entre un buen número de militares descontentos con el presidente. La crisis de los bloques políticos en el congreso, el disgusto empresarial por las ideas políticas y sociales de Calles, el empuje de los sindicatos y las fuerzas agraristas, la difícil relación con los Estados Unidos, con una iglesia católica que ya empuñaba los fusiles y estampas de Cristo Rey, se cernían una y otra vez sobre las capacidades de la presidencia.
Por todo esto, no obstante la exitosa obra de reconstrucción emprendida desde 1924, Calles se percibe desde principios de 1926 arrinconado incluso por el propio poder de Obregón quien, guarecido tras los maizales de su rancho de retiro en Cajeme, controla una buena parte de la administración porque el ejército seguía siendo fundamentalmente obregonista y el Partido Laborista de Morones no tenía la suficiente fuerza para contener los embates del Manco de Celaya.
Calles neutralizado por el juego de Obregón y Morones, enemistados entre sí, responsables de no pocos de los sacudimientos.
“1926 será el año de los nubarrones, el cielo negro y los primeros truenos. En abril la huelga de cultos en Morelia. En mayo, el arresto del obispo de Huejutla, el levantamiento de Guerrero, el fracaso de las negociaciones directas con las compañías petroleras. En junio, motines católicos, crisis en el Senado y en las cámaras de los estados, y en septiembre se levantan cristeros y yaquis” (Jean Meyer, Estado y Sociedad con Calles, El Colegio de México, 1977). Calles sitiado por todos esos factores tan poderosos a los que no les concedió al principio la debida importancia.
Por ello, ya en el tobogán de la presidencia vencida o disminuida, el presidente derrotado opta para la sucesión por “el mejor de sus enemigos” y envía al diputado Gonzalo N. Santos a Cajeme para comenzar a preparar la fatídica reelección de 1928.
¿La crisis nacional, el desbordamiento casi incontenible de los grandes problemas nacionales en años tan difíciles y tempranos de la post revolución, eran suficiente motivo para echar abajo el principio maderista de la No Reelección proclamado con sangre y fuego apenas 16 años antes?
Cuando uno ve a Calles, ya eliminado el poderosísimo Obregón, queriendo consolidar entre 1928 y 1935 una especie de reelección de facto, no tiene más remedio que aceptar que en este país de caudillos y caciques casi cualquier cosas podría pretextarse para tratar continuar en el poder.
Porque se intentó, como se sabe, ya entrada la década de 1990, pero esta es ya otra historia.
Poeta e historiador.
Director ejecutivo de Diplomacia Cultural en la SRE