En el número 3 del boulevard Edgar Quinet, XVI barrio de París , se encuentra la paz aderezada de olvidos, de flores secas o de recuerdos marmóreos, tan poderosos como indescifrables.

Cementerio de Montparnase

, en el que vagan tan inundados de cal y prestigio, el anarquista Pierre-Joseph-Proudon, Eugène Ionesco, Julio Cortázar, Marguerite Duras, Carlos Fuentes, César Vallejo, Jean Paul Sartre, Simone De Beauvoir y casi en vecindad con Charles Baudelaire, el tan llevado y traído Porfirio Díaz, que después de una primera sepultura (1915) en la Iglesia de Saint-Honoré d´Eylau vino a parar aquí ante la imposibilidad de llevarlo a su querida Oaxaca.

Aquí llegó y aquí quedó uno de los hombres de poder más odiados y admirados de México. El eterno rival de Benito Juárez, que reposa desde 1872 en el Cementerio de San Fernando de la Ciudad de México junto a Margarita. El héroe del 2 de abril, el de la Intervención Francesa, a quien Juárez ninguneó al triunfo de la república en plena marcha hacia el Zócalo y Palacio Nacional para saborear el triunfo. Porfirio Díaz quien, en venganza, revancha al fin entre caudillos, impulsó durante los largos años de su dictadura, la imagen de un Juárez muy moreno y achaparrado. Y Díaz, el invicto de Tuxtepec que en tantos prodigiosos óleos por encargo apareció, de pronto, con una blancura extraña, tipo la de Michel Jackson muchas décadas después.

Juárez y Díaz, profesores rivales en el Instituto Científico y Literario de Oaxaca, quienes lograron medirse un poco más cuando el tal Porfirio se levantó contra Juárez con el Plan de la Noria (8 de noviembre de 1872.)

Juárez y su Hemiciclo de la Alameda Central, erigido cuando las Fiestas del Centenario (1910), cuando el dictador decide apropiarse de todo cuanto bueno y meritorio tuviese el país para presentarlo como producto de su genio patriótico.

Porfirio el hombre tieso y sin chiste que al llegar al exilio de París (junio de 1911), no tardó en apersonarse en Los Inválidos, donde un inefable director del museo militar, sacándola

de su vitrina con el pecho más que henchido, puso en manos del dictador afrancesado de México una espada gloriosa de Napoleón.

En uno de los juicios más severos jamás hecho sobre la insuperable pareja oaxaqueña del poder nacional, Francisco Bulnes, en su obra El verdadero Díaz y la Revolución (México, Eusebio Gómez de la Puente Editor, 1920, pp. 70-72), escribió pleno de bilis negra y contundencia: “En los cinco años corridos de 1867 a 1872, el Presidente Juárez derramó más sangre a espaldas de la ley, que el General Díaz en treinta años. Apelando a las cifras para estimar el número de víctimas, resulta que Don Benito Juárez fue más sanguinario aún que el general Santa-Anna durante todas sus tandas de Presidente, y fue Juárez más sanguinario aún que el general Don Anastasio Bustamante, en su primer período presidencial, dirigido por Don Lucas Alamán. Sin embargo de la existencia de hechos que no es posible negar, se fabricó la leyenda que don Benito Juárez, inventó en México la democracia, la estableció, y gobernó democráticamente hasta su muerte. A don Benito Juárez debe el país el inmenso servicio de haber combatido la anarquía sanguinariamente, y su rigor está justificado en los casos que no lo inspiró su sed reeleccionista.

Mi frase quedará en la historia:

--“El general Díaz gobernó a México con un mínimo de terror y un máximo de benevolencia”. Llegó a a ser popular la frase: “El general Díaz aprieta sin ahorcar.”

Poco después de su renuncia de mayo de 1911, el rival eterno de Juárez zarpó en el melancólico buque El Ipiranga hacia el puerto del Havre, cuando el tigre de la revolución tan previsto y temido comenzó a recorrer el territorio nacional.

Poco más de una década habría de durar el conflicto desatado por un general benevolente que no ordenaba “matar en caliente” sino “apretar sin ahorcar.”

Mañana se cumplen ciento diez años de la caída de Porfirio El Benevolente.

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